Jurado No 2 es la última película de Clint Eastwood en la que el gran director y actor enfrenta la conciencia del individuo a las leyes y la rectitud de las instituciones. Y tal vez sea la última en el sentido más amplio de la palabra.
Repasamos su filmografía para descubrir cómo esta podría convertirse en el epílogo soñado de toda una carrera.
Por Gabriele Niola
Uno de los miembros del jurado se da cuenta de que, si la víctima murió, es por su culpa, y no por la de la persona juzgada.
Se trata de una sola decisión: cubrir su rastro y salvarse o entregarse a la justicia.
Parece, sin lugar a dudas, el argumento de una película de los 50 con Spencer Tracy, pero, en realidad, se trata del último filme de Clint Eastwood, probablemente en sentido literal. Cry Macho, su anterior título, no funcionó bien y, para muchos, Jurado No 2 es su oportunidad de coronar su carrera con algo importante.
Eligió el guion de Jonathan Abrams, que luego mandó retocar para hacerlo más eastwoodiense, y, tras un largo casting, se decantó por Toni Collette, J. K. Simmons, Kiefer Sutherland, Zoey Deutch y Nicholas Hoult en el papel protagonista.
Podemos decir, sin equivocarnos, que Eastwood eligió este proyecto para hablar de justicia, un tema que siempre ha sobrevolado su carrera. En general, podríamos afirmar que existe, por un lado, el cine político y, por el otro, el cine humano, siendo este último el que trata sobre sentimientos personales y cuestiones emocionales.
Sin embargo, por lo que parece, para Clint Eastwood no existe tal diferencia, porque sus películas siguen siendo una mezcla de ambas. Es decir, la animosidad y los sentimientos de los personajes y un profundo sentido de lo que, más allá de las convenciones, puede considerarse realmente justo. Y, como sugiere el argumento de Jurado No 2, la búsqueda de la verdad es agotadora e incluso puede llegar a ser un insufrible tormento personal.
Esta incertidumbre, estas dudas constantes y los enredos éticos hacen que las películas de Eastwood estén muy por encima de los meros manifiestos políticos y de las pequeñas batallas por una causa.
¿Cómo puede regirse la sociedad por un código moral superior si las leyes están hechas para no tener en cuenta los casos individuales? He aquí una pregunta que ya le rondaba la cabeza al inspector Callaghan (Harry el sucio, 1971), porque, para hacer lo que consideraba correcto según su escala de valores (atrapar a los malos y defender a las víctimas) estaba dispuesto a saltarse las reglas de la propia policía. Al igual que el sargento Tom Highway, alias ‘Gunny’, en El sargento de hierro (1986), que también está dispuesto a brutalizar a sus marines para asegurarse de que tengan las máximas posibilidades de sobrevivir en el campo de batalla. Uno de los mantras es “improvisar, adaptarse y vencer” en lugar de seguir el protocolo al pie de la letra. El pistolero retirado de Sin perdón (1992) había jurado no volver a desenfundar el arma, pero la muerte de un amigo, la insoportable arrogancia de la ley corrupta y la injusticia le llevan a hacer de nuevo lo incorrecto en pro de una causa justa.
Un conflicto, este, que se hace más evidente que nunca en una película como Jurado No 2, en la que hay juicios de por medio. Ya en Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) vimos a un joven periodista que investigaba un caso de asesinato en el que iba descubriendo que la verdad no es necesariamente lo que parece. Ese mismo año, Poder absoluto también dejó en entredicho el papel de la justicia, cuando un ladrón que robaba en una mansión era testigo de un encuentro entre el presidente de EE UU y una mujer que, tras pelearse con el hombre más poderoso del mundo, era eliminada a balazos por el servicio secreto.
Es ciertamente un delincuente, pero también el único testigo de una injusticia mucho mayor, y el único que puede inculpar al presidente. Y sólo dos años después, en Ejecución inminente, Eastwood interpreta a un periodista convencido de que puede demostrar la inocencia de un condenado a muerte.
Son sólo tres ejemplos del Clint Eastwood tras Sin perdón, un director que cada vez se preocupa menos por el cine espectacular y está más interesado en cuestionar lo que damos por sentado. Ahí está Mystic River (2003), uno de sus títulos más aplaudidos, que enfrenta a tres amigos por el asesinato de la hija de uno de ellos, asignándoles los papeles de detective, víctima y presunto autor. Un tribunal de amigos (dos de ellos, Sean Penn y Tim Robbins, ganadores de un Oscar), en el que las culpas se remontan al pasado y no hay respuestas fáciles.
PODER CORRUPTO
Siguiendo la lógica Clint, en su cine, la policía suele ser más el problema que la solución. De hecho, el inspector Callaghan de Harry el fuerte (1973) lucha contra una parte enviciada de las fuerzas del orden.
Y como decíamos un poco más arriba, tan corrupto es el presidente de Poder absoluto, como los agentes de Ruta suicida (1977) y los miembros de la guerrilla en El fuera de la ley (1976) ¡Incluso EE UU, como nación, está en manos de corruptos en Licencia para matar (1975)! Uno no puede confiar en el sistema, sólo asumir responsabilidades. Porque, como todo lo humano, también la ley es falaz.
HACER LO CORRECTO
Con todo el peso del bagaje de tantas películas e ideas, en 2004 estrena Million Dollar Baby, un manifiesto sobre la libertad de tomar la decisión correcta en cada caso, de ir contra la ley de los hombres e incluso contra la ley divina si el caso lo requiere [ver despiece].
Sólo cuatro años después de aquella historia, en la que poder llamarse “un hombre”, tenía un alto coste, llega El intercambio, la lucha de una madre contra el sistema, la película en la que quizá esta reivindicación cobre más violencia: cuando a una madre le desaparece su hijo y los investigadores lo encuentran, la mujer asegura que se han equivocado de niño. No obstante, para no quedar mal, la policía la obliga a reconocerlo como suyo.
MILLION DOLLAR BABY, LA DECISIÓN DEFINITIVA
De todas las películas dirigidas por Clint Eastwood, Million Dollar Baby es la que más confusión genera entre lo político y lo humano. Es la que deja más claro cómo las reglas que nos imponemos son de difícil aplicación caso por caso y, sobre todo, tienen un impacto en lo más íntimo.
De hecho, Paul Haggis escribió el personaje que interpreta Clint Eastwood para que fuera un verdadero católico, la religión que se opone firmemente a la eutanasia. Por eso, Frankie sabe muy bien que ayudar a morir a la chica a la que quiere como a una hija, la boxeadora que quedó tetrapléjica en un combate (Hilary Swank de Oscar), está mal según las normas con las que ha sido educado. Y no sólo las religiosas, también las del Estado. Y por eso, la narrativa hasta ese momento es necesaria para construir el vínculo entre ambos, de forma que llevarla a la muerte suene como un imperativo moral. O como le dice el protagonista al sacerdote que le invita a dejar que Dios se encargue de ello: “No le pide ayuda a Dios. Me la pide a mí”. ¿Se puede reprimir el profundo sentido de la responsabilidad que uno siente sólo porque una ley formulada de forma abstracta dice que hay que hacerlo? Y la responsabilidad de quien hace la película, ¿qué es? ¿Una postura política o un relato humano? Imposible decirlo con seguridad.