Crítica ‘Saturday Night’

Saturday Night

 

Por Davide Stanzione

★★★★/★★★★★

A las 23.30 horas del 11 de octubre de 1975, una alocada troupe de jóvenes cómicos y guionistas cambió para siempre la televisión y la cultura estadounidenses, dando origen al programa de humor más famoso de Estados Unidos, Saturday Night Live. La película Saturday Night, presentada en la sección Gran Público del Festival de Cine de Roma, se basa en la historia real de lo que ocurrió entre bastidores en los 90 minutos que precedieron a la primera emisión de SNL, en riguroso directo y no pregrabada: la cuenta atrás, en tiempo real, para el inicio de un espectáculo que todavía hoy, casi cincuenta años después de aquella histórica primera emisión, es capaz de impactar en el imaginario colectivo.

Se autodenominaban The not ready for prime time players; eran Chevy Chase, Dan Aykroyd, John Belushi, Gilda Radner, Jane Curtain, Laraine Newman, Garrett Morris, a los que hay que añadir los numerosos invitados especiales, de Billy Crystal a Jim Henson, sin olvidar a guionistas, maquilladores, figurinistas, técnicos, músicos y, sobre todo, al productor treintañero Lorne Michaels, interpretado por Gabriel LaBelle, de The Fabelmans.

El encargado de llevar esa increíble velada a la gran pantalla es Jason Reitman, asistido en el guión por Gil Kennan: un director bastante infravalorado, con una carrera heterogénea y original a sus espaldas (Up in the air, Cazafantasmas) que ha confirmado en repetidas ocasiones su talento como narrador capaz de ponerse al servicio de las historias que intenta contar.

Embelesado por aquella irrepetible y, cuando menos, dinamitadora compañía de genios y talentos (su padre, Ivan Reitman, trabajó con muchas estrellas del SNL), Reitman supo desde el principio que tarde o temprano llevaría esta historia a la gran pantalla (y eso que aún no había nacido en 1975) y, cuando se dieron los hechos, le dio la forma de un apretado y turbulento thriller cómico en el que, literalmente, pasa de todo: El vestuario no está listo, los aparatos de iluminación se caen y amenazan con matar a alguien, y los caprichos de cada uno salen a relucir, entre acelerones repentinos y la tentación, por debajo de la mesa, de posponerlo todo una semana, o incluso de cagarlo todo (como reza la cita de Michaels en la frase inicial: «El espectáculo no está en marcha porque esté listo, sino porque son las 11:30 de la noche»).

Detrás de las cámaras de Saturday Night Live es un alboroto de post-its, notas, escaramuzas, cocaína esnifada entre bastidores, sketches a recortar al milímetro en términos de minutos, productores exagerados e insaciables y arregladores de todos los rangos: desde los jóvenes más torpes hasta los viejos zorros más experimentados, pasando por una miríada de talentos entregados a la improvisación y al golpe de genio, todos allí sólo para hacer saltar la banca y conseguir una carcajada extra.

Reitman relata este grupo salvaje con amor y pasión y, sobre todo, lo hace en directo, recurriendo a continuos y arremolinados planos secuencia que, editados en conjunto, nos llevan a la carne viva de un taller de comedia irrepetible cuando se materializó por primera vez.

Saturday Night es, por tanto, una película de hilarantes y agudos choques verbales, poblada por una infinidad de situaciones a veces brillantes y grotescas, a veces convulsas y desesperadas. La inexorabilidad del paso del tiempo se evoca incluso en los carteles que indican el paso de los minutos, en cada uno de los cuales el tiempo escrito da paso inmediatamente al minuto siguiente, demostrando que aquella noche no había tiempo para respirar y todo se vivía en la más absoluta, frenética y embriagadora apnea.

En el riquísimo reparto, encabezado por un desquiciado espíritu setentero y que cuenta también con sabrosas apariciones de Willem Dafoe y sobre todo de J.K. Simmons (el actor fetiche de Reitman, que tiene una escena absolutamente sobreactuada por descubrir), lo que destaca, sin embargo, son los rostros jóvenes, todos perfectos: Matt Wood, un excepcional y perfecto Josh Belushi con el disfraz de abeja con el que se dio a conocer (aunque, como él mismo dice, no era exactamente lo que soñaba de niño), Rachel Senott, de Shiva Baby, y Cooper Hoffman, hijo del fallecido Philip Seymour ya admirado en Pizza de regaliz, de Paul Thomas Anderson. Todos ellos participan de buen grado en la embriaguez tamborilera de una película-backstage que recupera la comedia como patrón frenético pero también como ímpetu revolucionario capaz de afectar a la sociedad y a las costumbres, porque de eso iba SNL.

Un invernadero que tuvo un impacto casi copernicano al redibujar los límites de la idea de comedia elaborada hasta entonces, abriéndose a la burla cáustica y a la irreverencia más despiadada, además en una cadena tradicional y conservadora como la NBS. Sin miedo, como bien muestra la película, a vender su alma al diablo a cambio de un puñado interminable, y que hizo época, de risas sin paliativos.

 

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