El jovencito Frankenstein (perdón, Fronkonstin) cumple 50 años. Medio siglo de una parodia que parecía imposible de levantar en su momento, pero que Mel Brooks y Gene Wilder convirtieron en un éxito gracias a un reparto en perfecta sintonía, una serie de casualidades dichosas y alguna artimaña.
Por Gabriele Niola
La versión de El jovencito Frankenstein que conocemos dura una hora y 45 minutos. Sin embargo, el primer montaje se alargaba hasta las dos horas y media. Y no gustó. Era una opinión compartida. No gustó al público de las proyecciones de prueba y ni siquiera le gustó al propio Mel Brooks, que, a pesar de haber escrito y dirigido la película, se mostraba escéptico ante esa versión.
Nadie se reía. Fueron necesarias tres semanas de trabajo para reducir unos 45 minutos, mejorar el montaje y los chistes de forma que el espectador se riera a sus anchas. La nueva versión de El jovencito Frankenstein, con esos 105 minutos que hoy conocemos, arrasó en la proyección de prueba y en su estreno en los cines. Un éxito a carcajadas que coronó a Brooks como director.
Viéndola, con esa naturalidad, parecería una obra maestra surgida de la nada, pero no fue así: requirió mucho trabajo en la trastienda. Todo había empezado un año antes, durante el rodaje de Sillas de montar calientes, una película que también acabó protagonizando Gene Wilder por casualidad. Wilder y Brooks se habían conocido una década antes a través de
Anne Bancroft, novia por entonces de Brooks (después estuvieron casados hasta la muerte de ella), compañera de teatro de Wilder. Mel le dio el primer protagonista en cine a Gene en Los productores (1967), película hoy de culto, con nominaciones al Oscar, pero que no fue un gran éxito en su estreno. Quizá por eso, el cineasta no pensó en poner a Wilder al frente de la parodia del western en un principio. El elegido fue Gig Young, el actor más popular del momento, cuyo agente les había asegurado que sus conocidos problemas con la bebida eran cosa del pasado. Aunque no fue así: el primer día de rodaje, en una escena en la que estaba colgado boca abajo, vomitó un líquido verde. Estaba fatal. Estaba lejos de haber dejado la bebida. La producción estaba en marcha y había que buscarle un sustituto rápidamente. De ahí la llamada desesperada de Brooks a Gene Wilder.
Era viernes y, tras un fin de semana de preparación, el lunes siguiente ya estaba en el plató vestido de Waco Kid. Gene Wilder tampoco estaba desesperado por protagonizar una película en ese momento. Él estaba centrado en escribir un proyecto que tenía en mente. Un día, durante un descanso en la producción, cuando Mel Brooks le vio trabajando en una libreta, le preguntó de qué se trataba y el actor le contestó que era la parodia de Frankenstein. Según Brooks, aquello era una mala idea ya vista, ya hecha y rehecha, trillada. Sin embargo, una frase bastó para hacerle cambiar de opinión: “Es la historia del nieto del barón Frankenstein, que no quiere saber nada de su abuelo y odia todo lo relacionado con sus famosos experimentos”. ¡Eso sí que es divertido! A Mel Brooks le llamó tanto la atención que, mientras rodaban Sillas de montar calientes, empezaron a reunirse todas las noches después de cenar para trabajar en esta otra película sobre Frankenstein… o su nieto.
1974: UN AÑO INCREÍBLE
Tanta prisa y precipitación obedecen a algo. En ese momento de su carrera, Mel Brooks era un cómico con experiencia como guionista en televisión y como director de escena, pero no tenía para nada prestigio en el mundo del cine.
Más bien al contrario. Los productores, su primera película como director, como hemos dicho, había sido un fracaso. Y la segunda, El misterio de las 12 sillas (1970), ni la había escrito él ni tampoco había funcionado. El hecho de haber podido escribir y dirigir Sillas de montar calientes, su tercer filme, había sido un milagro. Así que, aunque hubiera salido bien, seguramente nadie le habría aprobado una cuarta película. La única manera de lograrlo era cerrando el contrato antes del estreno de Sillas de montar calientes, por lo que el guion tenía que estar terminado en tiempo récord. A pesar de eso, Mel Brooks sabía perfectamente que el problema era otro. Lo sabía tan bien que, cuando fue a proponer la película a Columbia Pictures, cuyos directivos quedaron entusiasmados con la idea, justo al salir, un segundo antes de cerrar la puerta, soltó la bomba: “Ah, y rodaremos en blanco y negro. ¡Adiós!”. Y se fue.
Brooks cuenta que le persiguieron escaleras abajo, gritando su nombre para que se detuviera. El hecho es que en aquella época llevaban al menos seis años sin rodar en blanco y negro. Nadie quería hacerlas porque estábamos en la era del color y las películas en blanco y negro no encajaban. Pero Brooks estaba convencido de que la suya tenía que ser fiel a la tradición y, por tanto, sin color. Columbia le propuso entonces rodarla en color y luego revelarla en blanco y negro, de modo que tuvieran una copia en color “para distribuirla así en Chile”. Pero Brooks sabía muy bien que, si cedía, los productores antes se arriesgarían a ser demandados que a tener que grabar en blanco y negro.
Ahora bien, ante la imposibilidad de hacerles cambiar de opinión, se fue a la 20th Century Fox y rodó con ellos. En defensa de Columbia, hay que decir que nadie podía prever lo que ocurrió después. El éxito de Sillas de montar calientes fue tal que lanzó a Mel Brooks al estrellato y, de paso, ayudó al estreno de El jovencito Frankenstein, ambas en el mismo año (1974 para ser precisos).
Sin ese impulso y credibilidad ganados con la primera de las dos películas, es probable que la historia de un sobrino de Frankenstein protagonizada por Gene Wilder y en blanco y negro no hubiera podido hacer frente en aquel mes de diciembre a los títulos con los que se enfrentó en los cines: El padrino. Parte II y El coloso en llamas. En cambio, fue un taquillazo que llegó a los Oscar con nominación al mejor guion adaptado y a la mejor banda sonora.
¿Y DE QUIÉN ES EL CEREBRO?
Mel Brooks transformó así la percepción que la industria tenía de él: de cómico de Broadway y guionista de televisión a cineasta. El jovencito Frankenstein, además, era una parodia muy diferente a las rodadas hasta el momento: los gags se suceden como sketches, como rutinas cómicas, y los números musicales tienen mucho peso. Era una obra por derecho propio que allanó el camino para lo que a partir de entonces se convertiría en una nueva forma de comedia, en la que la película no lo arruinaba todo y subvertía las reglas del género que parodiaba, sino que, en todo caso, seguía esas reglas hasta el punto de traspasarlas. La idea era que todo fuera tan serio como en el Frankenstein, de James Whale (1931), con Boris Karloff, excepto por los diálogos y la interpretación. El blanco y negro, los decorados, el maquillaje, la fotografía y la banda sonora tenían que estar en sintonía. La película tenía que parecer una comedia, una parodia. Si hoy tenemos películas como las del británico Edgar Wright, Zombies party (2004) y Arma fatal (2007) es porque El jovencito Frankenstein abrió la veda para este tipo de comedias en las que todo sigue demasiado sus propios modelos.
En aquella época fue una novedad tan grande que Wilder puso la condición de que Mel Brooks no apareciera en la película, a pesar de que, ya había escrito un personaje para sí mismo, el del policía con la mano de madera y sin ojo, que encajaba a la perfección con su físico. Pero Wilder, que por aquel entonces todavía no había escrito ningún guion, temía que la presencia de Brooks jugara en contra del filme, porque el público lo asociaba demasiado con la televisión. El actor cedió un poco… Mel Brooks se coló digamos que subrepticiamente, doblando los aullidos del lobo, el gato alcanzado por un dardo y la voz de Victor Frankenstein.
¡VAYA PAR DE ALDABAS!
Otra anomalía para los tiempos fue el reparto de El jovencito Frankenstein. Los actores y actrices de los papeles principales fueron reclutados en Broadway y en la televisión, entre amigos y colegas de Mel Brooks. Entre profesionales cuyo tinte cómico conocía o simplemente admiraba. Como el intérprete y cómico inglés Marty Feldman, al que Brooks había conocido cuando fue a Londres, la única forma en la que un estadounidense podía conocer a un cómico de la televisión británica en aquella época. Con su humor negro, Brooks solía decir, en referencia al estrabismo divergente de Feldman: “Si quieres esconderte de Marty, basta con que pegues tu nariz a la suya”. Para este era su primera película americana y se le ocurrieron muchos gags que se mantuvieron como el de la joroba móvil.
El efecto se conseguía colocando bajo su ropa una almohada de las que suelen utilizarse para simular embarazos. Feldman la movía de un lado a otro para hacer reír a los técnicos del plató. Y la idea acabó en la película. A su lado estaba la gran Cloris Leachman, en el papel de Frau Blücher. En aquel momento era una de las actrices con más nominaciones a los Emmy, un gigante de la televisión americana especializada en la interpretación con prótesis. Casi nunca salía a escena con su verdadero rostro.
Se formó con Elia Kazan en el Actor’s Studio y luego hizo teatro con Arthur Miller. Era una profesional increíble que, en la película, llevaba barbilla y nariz falsas, además de peluca para envejecer. Su papel era infundir un miedo estúpido, tan amenazador que su sola mención hace que los caballos relinchen. El momento en que uno se da cuenta de la calidad de su oficio es cuando lleva al Dr. Frankenstein a su piso e insiste en invitarle a tomar algo. Ella y Wilder, cara a cara, poco más hace falta para morir no de miedo… de risa.
Completaron el reparto Madeline Kahn, actriz a la que Mel Brooks llevó casi siempre con él y que aquí interpreta a la prometida de Frankenstein, que acaba casándose con la criatura; y, por supuesto, Teri Garr, en el papel de Inga, la ayudante que acaba convirtiéndose en la esposa de Frankenstein. Teri Garr, que falleció el pasado 29 de octubre tras una larga enfermedad, también procedía de la televisión.
Tenía tantas ganas de pasar al cine que, una vez leído el guion y visto que ese personaje giraba en torno a guiños sexuales, acudió a la audición en sujetador con relleno. Esa parte, la de los gags sobre el tamaño, los dobles sentidos y el deseo sexual, es quizá la que peor ha envejecido.
Sin embargo, en su momento, inventar esos chistes fue lo que hizo de Mel Brooks un cómico atrevido y subversivo, un revolucionario que hacía reír con cosas de las que no se reía el puritano sistema del cine estadounidense de laépoca. Se le acusaba constantemente de mal gusto, y él respondía a su manera: “¡Mis películas están muy por debajo de la vulgaridad!”.
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