Jaime Rosales (La soledad, Girasoles silvestres) reivindica la libre elección, en el arte y en la vida, con su nuevo filme. Morlaix se disfraza de romance adolescente formalmente radical para poner el foco en la trascendencia casi existencial de las decisiones que tomamos.
Cuando estrenó Girasoles silvestres (2022), Jaime Rosales confesaba el acercamiento al público que trataba de conseguir tras una severa crisis que le hizo plantearse cuál era su lugar en la industria. “Había hecho Sueño y silencio (2012), que para mí fue determinante y que también resultó muy traumática porque era mi trabajo más libre, en el que más creía; y, sin embargo, la industria me dio la espalda. Me di cuenta del frío que hace fuera de esa industria y busqué un poquito de calor: rodé Hermosa juventud (2014), después quise todavía un poquito más de calor con Petra (2018), y después ya tuve la sensación de que me pasaba de confort con Girasoles silvestres”, reconoce.
Con esos tres largometrajes, el cineasta barcelonés aparcaba paulatinamente, no del todo, pero sí de forma significativa, una radicalidad que le había acompañado en los títulos que le pusieron en el mapa: de Las horas del día (2003) a La soledad (2007), de Tiro en la cabeza (2008) a la maldita Sueño y silencio. De algún modo, Rosales se traicionaba a sí mismo: “En esa deriva, hay un momento en el que ya no le encuentro tanto sentido a lo que estoy haciendo. Y corrijo. Y a lo mejor he corregido pasándome siete pueblos”, afirma entre risas. En lo que define como “efecto péndulo”.
Jaime Rosales regresa al extremo de la radicalidad con Morlaix, su nueva propuesta. Aunque, para el arriba firmante, volver a los orígenes no sea sinónimo de inaccesibilidad. Morlaix se sitúa en el pueblo de la Bretaña francesa del mismo nombre para contar una historia de amor juvenil que añade, en su tercio final, un salto temporal para conocer el futuro de los personajes. La protagonista es Gwen (la estupenda debutante Amanthe Audiard y, en su edad adulta, Mélanie Thierry), una chica que apura su último año de instituto, acaba de perder a su madre (la muerte será un fantasma constante en el relato) y no encuentra su lugar en un entorno hostil. Tiene pareja, pero la llegada de un nuevo alumno, Jean-Luc (Samuel Kircher), alma de poeta existencialista, coloca a Gwen en el eje de un triángulo amoroso con ramificaciones más extensas a las de cualquier historia romántica adolescente. Nada que ver con nada.
Desde ese momento, Morlaix sigue a los protagonistas y a su grupo de amigos en su día a día y enseguida introduce elementos narrativos que puedendespistar al personal que pida historias más lineales. “Hay una puesta en abismo en la dramaturgia, normalmente en el cine se establece un marco de ficción que cumple con los mismos requisitos que la percepción de nuestra realidad”, explica Rosales. “Entonces, esa dramaturgia llamémosla realista se interrumpe cuando los personajes van al cine a ver un filme que también se llama Morlaix y en el que resulta que se ven a ellos mismos en situaciones análogas a las que han vivido. Con una diferencia: la película dentro de la película les pone en una disyuntiva muy poco realista”.
Puede que la explicación resulte algo confusa, pero ese es, también, parte del misterio de una propuesta que, en el fondo y disfrazada de romance de aires trágicos, propone una reflexión sobre las decisiones que tomamos y más en un momento, esos 17 o 18 años, que es punto de inflexión vital. “En la vida hay que escoger. Y esa elección es definitiva. Y hay que tomarla desde la consciencia de nuestra finitud, porque vamos a vivir una sola vez”, continúa Rosales. “Se hace inteligible su carácter existencial. Y el de la libertad. Porque la libertad se manifiesta en esas decisiones tan trascendentes”.
Rosales introduce entonces una muy relevante escena, y no será la única, que encajaría en términos de documental: un cinefórum en el que los jóvenes hablan de la película que acaban de ver y que se podría equiparar a una puesta en común de los propios actores sobre el Morlaix que nos ocupa. Esa constante y juguetona ruptura de códigos se une a otros retos formales. “Aquí, lo formal se expresa manifiestamente en tres lugares: en la dramaturgia, integrando dos planos de ficción; en el desempeño actoral, con momentos de un guion muy cerrado y otros completamente libres para ellos; y en lo estético, en lo puramente cinematográfico”, razona, refiriéndose a la mezcla de formatos, del scope al cuadrado, del blanco y negro a un color granulado. Y lo más singular: esos cambios visuales no están relacionados con la narrativa.
“¿Por qué aquí y por qué allí?”, se interroga Jaime Rosales. “Es una decisión deliberada, en el ejercicio de mi libertad artística y estética. Me gusta esto y es así. Esa arbitrariedad manifiesta la libertad del artista que, de nuevo, está vinculada temáticamente con la libertad de elección como tema de la película”. Y añade algo que, apunta, es muy importante: “Me puedes decir que cambio del color al blanco y negro sin ton ni son. Y es así, para ejercitar mi libertad, pero también porque me da un resultado que potencia la belleza. Y esta es una película muy bella”, remata.
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