Marcello cumple 100 años: rendimos tributo a una leyenda del cine italiano cuando se estrena ‘Marcello Mio’, el gran homenaje de su hija

Marcello

El estreno de Marcello mio, en el que su hija Chiara le rinde tributo, llega justo en el centenario del nacimiento de una de las grandes leyendas del cine italiano. Recordamos la figura del protagonista de Rufufú, La dolce vita, Ojos negros y Una jornada particular.

Por Álex Montoya

Cada vez que le llamaban latin lover, y ocurría demasiado a menudo para su gusto, Marcello se defendía con uñas, dientes y un razonamiento: “Latin lover… no sé qué significa eso. Me suena a fucker, a ser un tremendo fucker. Un trabajador del sexo y del amor. Y yo no lo soy. No soy James Bond, ni Clark Gable, ni Gary Cooper, ni John Wayne, ese prototipo de macho fuerte. Más bien soy un tipo muy normal. Además, si ves mis películas, creo que nunca interpreté a un seductor, siempre hice de hombre frágil”.

Incluso el que es, quizás, su personaje más icónico, el que le convirtió en una estrella internacional, ese periodista que alterna con actrices famosas y damas de alta alcurnia en La dolce vita (Federido Fellini, 1960) era, contaba nuestro hombre, “un joven provinciano muy ingenuo que, eso sí, se cree un seductor”. Es probable que esa molesta etiqueta tuviera una base mucho mayor de lo que estaba dispuesto a reconocer, como demostraron sus conocidas relaciones extramatrimoniales con Faye Dunaway y con Catherine Deneuve, con la que tuvo a su hija Chiara. O con la cineasta Anna Maria Tatò, su última compañera, quien le dedicó el documental Sí, ya me acuerdo
(1997). Y a otras rumoreadas, con Anouk Aimée o con Claudia Cardinale: “Parece que solamente los actores y los cantantes tenemos romances. Todos los tienen. Sólo que nosotros debemos alimentar los sueños de la gente más modesta que aún quiere ver enamorándose al príncipe y a la princesa. Por eso salimos siempre en los periódicos y parece que tengamos más amoríos que los demás. Pero no es cierto”, se defendía él, que, por cierto, solamente se casó una vez, con Flora Carabella, madre de su otra hija Barbara, y pese a sus múltiples idas y venidas, siguieron oficialmente esposados durante 46 años, hasta la muerte del actor, en diciembre de 1996.

Más allá de si amó mucho o algo menos, Marcello Mastroianni fue un hombre alegre poseído por una cierta melancolía, magnético, irónico y socarrón, mucho menos egocéntrico de lo que cabría esperar por su estatus. El 28 de septiembre se cumplen 100 años del nacimiento del latin lover que negaba serlo, del actor mayúsculo que lo aprendió todo de Luchino Visconti y que fue el perfecto alter ego de Federico Fellini.

“Visconti fue mi maestro, significó mi formación cultural, el refinamiento de mis gustos, la capacidad de aprender a distinguir las cosas más nobles de las más vulgares… sin él no habría tenido la carrera que tuve. Y Fellini era el compañero de pupitre en el colegio, con el que haces bromas y tienes complicidad; trabajar con él era un juego permanente, se divertía enormemente modelando a los actores, mimaba todo y a todos. Y amó mis defectos, mis debilidades y límites, y me dio el valor de reconocerlos públicamente. Y eso es más importante
que el éxito profesional”, contaría.

De Fellini fue amigo y muso, y su otro yo en dos referenciales obras maestras: la ya citada La dolce vita y aquella sesión de psicoanálisis que, en el fondo, era Fellini, ocho y medio(1963). Pero juntos filmaron también Roma (1972), La ciudad de las mujeres (1980), Ginger y Fred (1986) y Entrevista (1987). “Es delicado, inteligente, se adentra en los personajes de puntillas, sin preguntarte nunca nada, sin siquiera haber leído el guion. Permite que le maquillen, le vistan y le peinen sin objeciones, pidiendo lo estrictamente indispensable; en él todo es suave, tranquilo, relajado, natural…”.

Así definía a Marcello el colega Fellini. En cuanto a Visconti, este le incorporó a su compañía teatral (debutando en un celebrado montaje de Un tranvía llamado deseo), y, más adelante, le ofreció su primer trampolín cinematográfico, en la evocadora Noches blancas (1957), con un personaje que rompía la línea de sus primeras películas, muchas de ellas comedias tan populares como las que le unieron a una joven Sophia Loren: La ladrona, su padre y el taxista (Alessandro Blasetti, 1954), La bella campesina (Mario Camerini, 1955) o La suerte de ser mujer (A. Blasetti, 1955).

La química entre ambos les mantendría como la pareja oficial del cine italiano durante décadas, con historias de mayor calado, como tres filmes que rodaron para Vittorio de Sica: Matrimonio a la italiana (1964), Ayer, hoy y mañana (1964) y Los girasoles (1970), o con Una jornada particular (1977), en la que el actor se encontró con otro cineasta clave en su carrera, Ettore Scola, que le dirigiría en El demonio de los celos (1970), Un italiano en Chicago (1971), La terraza (1980), La noche de Varennes (1982), Macarrones (1985), ¿Qué hora es? (1989), Splendor (1989) o, en un jugoso cameo compartido con Fellini, en Nos habíamos amado tanto (1974).

Mastroianni rodó también para otros monstruos del cine italiano como Michelangelo Antonioni (La noche), Mario Monicelli (Rufufú, Los camaradas, Casanova 70), Mauro Bolognini (El bello Antonio, Por las antiguas escaleras), Pietro Germi (Divorcio a la italiana), Luigi Comencini (La mujer del domingo, Buenas noches, señoras y señores, El gran atasco), Marco Ferreri (Liza, La gran comilona, No tocar a la mujer blanca, Adiós al macho, Historia de Piera), los hermanos Taviani (Allonsanfan) o Giuseppe Tornatore (Están todos bien).

Y, más allá de sus compatriotas, también le dirigieron Jacques Demy (No te puedes fiar ni de la cigüeña), Louis Malle (Una vida privada), John Boorman (Leo el último), Roman Polanski (¿Qué?), Nikita Mikhalkov (Ojos negros) o, cuando su cáncer ya había hecho estragos, Manoel de Oliveira en el que sería el último trabajo del actor, Viaje al principio del mundo (1997).

Marcello, el hijo de ebanista y la ama de casa que se enamoró del cine viendo la versión muda de Ben-Hur, y que, de adolescente, se acercaba a los estudios Cinecittà para ganarse unas liras haciendo de extra. Marcello, el joven que no quiso ir a la guerra a luchar para Mussolini y se libró escondido en casa de un sastre veneciano. Marcello, el aspirante a actor que se formó en los escenarios con Visconti. Marcello, el alter ego y amigo de Fellini. Marcello, el latin lover que negaba su condición.

Marcello, el padre, el esposo infiel, el amante. Marcello, el actor intuitivo, emocional: “Me fastidia ese cuento de los actores que estudian el papel meses y meses para meterse en el personaje, impregnarse de él. A lo mejor se retiran un tiempo infinito a un convento, engordan o adelgazan para estar más en situación y, acabado el trabajo, necesitan otros meses de descompresión para olvidarlo, para volver a ser ellos mismos. De Niro, por ejemplo: esa historia de vivir el personaje a fondo se ha convertido en un chanchullo y con ella gana un montón de dinero. Yo no sé; a mí no me pasa. Actuar es jugar. Me estudio el guion un par de días, recito mi parte y se acabó”.

Y Marcello, el niño grande. “Actuar tiene algo de exhibicionismo”, diría. “Es bello mantener una parte de uno que sigue siendo infantil, porque te permite viajar y volar. Un actor es como un niño: quiere que todo el mundo se interese por él. Un niño está acostumbrado a que lo quieran y a no tener que dar nada a cambio. Si quieres que te quieran, que te quieran de verdad, ¡no se lo pidas a un actor!”.

“Fui a París a rodar una historia llena de tristeza. Estaba apenado. Y Catherine, que salía en la película, también era un poco infeliz. Conseguimos convertir nuestra pena en una pena alegre. Nunca nos casamos, aunque sí lo hicimos tres veces en el cine. Pero la polpetta… quizás hubiera preferido que estuviéramos casados de verdad”.

Hay una cierta amargura en este momento de la inclasificable Marcello mio. En la escena en cuestión, avanzada la película, Chiara Mastroianni, transmutada en su propio padre, confiesa cómo nació la historia de amor de la que sería fruto.

Aclaremos los puntos confusos del primer párrafo: 1) Marcello mio es un ejercicio de autoficción en el que Chiara Mastroianni y su madre, Catherine Deneuve, se interpretan a sí mismas. Escrita y dirigida por Christophe Honoré, amigo de ambas actrices, esta es una película hecha en familia: también aparecen Melvil Poupaud y el cantante Benjamin Biolay, ex parejas de Chiara, el actor Fabrice Luchini y la cineasta Nicole Garcia. Todos juegan a mostrar versiones más o menos distorsionadas de sí mismos.

2) En un momento de la película, la hija resucita al padre. En pleno conflicto identitario, harta del peso de sus apellidos y de infinitas comparaciones, decide dejar de ser Chiara para hacerse llamar Marcello: empieza a vestirse como él lo hacía en algunas de sus películas más conocidas, y pide que la consideren un actor y no una actriz. 3) En la secuencia referenciada en el primer párrafo, el espíritu y la voz de Marcello, a través de una poseída Chiara, confiesa cómo conoció a la Deneuve durante el rodaje de Angustia de un querer (Nadine Trintignant, 1971), y por qué la polpetta vivió una infancia extraña y señalada por la relación fuera de toda norma social de sus famosísimos progenitores.

4) Polpetta era el mote que Marcello y Catherine le pusieron a su niña. Cuenta Christophe Honoré, ideólogo del filme y director de Chiara Mastroianni en siete ocasiones (en títulos como La belle personne o Habitación 212): “Sentí que había cierta crueldad en cómo su identidad se reducía a su ascendencia. Me di cuenta de que la gente constantemente trataba a Chiara como una especie de intermediaria hacia una realidad imaginaria, mitológica y onírica, y hacia la imagen que tenían de Marcello y Catherine. En definitiva, era una especie de mensajera entre el mundo actual y uno que ya ha desaparecido”.

A partir de ahí, con una trama conceptual que, a veces, escapa de toda lógica, Marcello mio viaja de la ensoñación al cariñosísimo ajuste de cuentas (ojo a los dardos que le lanza la Deneuve), pasando por la añoranza al padre y al hombre (qué belleza la de ese flashback que le recuerda junto a Chiara de niña, ambos con la oreja pegada al suelo de su apartamento parisino, tratando de escuchar los gorgoritos de su vecina, Maria Callas, en sus ensayos caseros). Además, la película es siempre una fiesta para cinéfilos, que hace guiños mucho más que evidentes a La dolce vita y a Ginger y Fred, a Noches blancas y a Divorcio a la italiana. Y, por encima de todo, es una emocionante carta de amor a alguien tan irrepetible como fue ese Marcello nuestro.

Fotos: Getty Images

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