Por Nando Salvá
Francis Ford Coppola ha pasado 40 años tratando de hacer realidad Megalópolis, y para lograrlo tuvo que vender parte de su imperio vinícola a cambio de unos 120 millones de dólares, que seguramente nunca recuperará del todo. Y, en virtud del esfuerzo titánico invertido en su creación, la primera película que el maestro estrena en 12 años ya se ha ganado un lugar distinguido en la historia del cine independientemente de los valores artísticos que acredita.
Tras su presentación en el Festival de Cannes, dividió a la crítica entre quienes la consideran un disparate autocomplaciente y quienes la ven como una nueva confirmación del genio visionario gracias al que en su día vieron la luz obras como El padrino (1972) y Apocalypse Now (1979). Hasta ese momento, durante su largo proceso de producción, había permanecido envuelta de mala prensa: los medios hablaron de un rodaje caótico, durante el que sucesivos miembros del equipo técnico habían abandonado el proyecto o sido despedidos; afirmaron que los ejecutivos de Hollywood la aborrecían, y aparecieron rumores según los que, durante su rodaje, además de propasarse con algunas figurantes (acusaciones que se han oficializado recientemente), Coppola se había desentendido de sus actores. “Siempre supe que mi película tenía que ser distinta a todas las otras que existen, y dado que fui yo quien la pagó, me sentí con el derecho de asegurarme de que así fuera”, afirmó el director.
Ambientada en un futuro imposible diseñado a imagen y semejanza tanto del Imperio Romano como de los film noir de los años 30 y 40, Megalópolis habla de un ambicioso arquitecto llamado Cesar Catilina (Adam Driver), que aspira a usar tanto un material único descubierto por él mismo como su poder sobrenatural para detener el tiempo con el fin de construir una ciudad utópica, y que, entretanto, es víctima de corruptelas, traiciones y demás formas de boicot.
Mientras lo contempla, la película acumula filigranas visuales, momentos musicales, insertos de imágenes de archivo, secuencias psicodélicas, alusiones a la poetisa Safo y a Elvis Presley, citas a Cicerón, a Shakespeare y a Marco Aurelio y hasta una escena que lleva a la práctica la idea de Live Cinema, o cine en directo, que su director lleva años promocionando. Dicho de otro modo, es una obra increíblemente extraña que se resiste a cualquier categorización.
También es un homenaje a aquellos artistas decididos a hacer cuanto haga falta para defender su ideario, lo que significa que su protagonista funciona deliberadamente como alter ego del propio Coppola. “Siempre he estado dispuesto a arriesgarlo todo para hacer mis sueños realidad, y no voy a cambiar”, dijo el director hace unos meses. Pues eso.
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