En agosto se cumplen 10 años de su muerte, una cifra redonda y una excusa como cualquier otra para celebrar la vida de alguien que nos hizo un poco más felices. Cómico irrepetible y actor dramático de primerísimo orden. Robin Williams dejó para la historia personajes inolvidables en títulos como El rey pescador, Sra. Doubtfire, El indomable Will Hunting o El club de los poetas muertos.
Por Àlex Montoya
El genio de Aladdin es, probablemente, quien más se parece a mí actuando porque… ¡me pude convertir en 25 personajes distintos!”. Era un espectáculo verle en el estudio de doblaje, improvisando y vomitando ideas sin parar, para regocijo de los técnicos de sonido, que alucinaban con sus exuberantes transformaciones, con la misma ametralladora verbal y gestual que disfrutaron los afortunados que alguna vez presenciaron sus espectáculos de stand-up.
Porque no hay mucho riesgo en afirmar que donde mejor se sentía el genio de Robin Williams (1951-2014) era sobre un escenario, haciendo reír al personal con un despliegue de energía digno de un deportista de élite. Su dominio de la comedia física, de la voz y de las imitaciones, y, sobre todo, la de la luz que alcanzaban sus pensamientos, le confirmaban como un auténtico superdotado. Es por ello que, en sus inicios en el Holy City Zoo de San Francisco, o ya posteriormente, y una vez instalado en Los Ángeles, con sus actuaciones en el mítico The Comedy Store de West Hollywood, Williams empezó a hacerse pronto un nombre como cómico.
En aquellos finales de la década de los 70, había destacado en un ecosistema humorístico de primer orden, coincidiendo con David Letterman, Jay Leno o un John Belushi que, cuenta la leyenda, le puso en bandeja compartir excesos y adicciones. Nuestro hombre sería el último en ver con vida al legendario Blues Brother, fallecido pocas horas después de una sobredosis.
Una experiencia catártica para Robin Williams, que decidió desintoxicarse cuando ya llevaba un par de años convertido en una celebrity televisiva gracias a Mork y Mindy (1978-1982), una delirante sitcom en la que interpretaba a un extraterrestre chiflado (él era Mork, Mindy era Pam Dawber) llegado a la Tierra en una nave con forma de huevo. “Tenía veintitantos años, ganaba mucho dinero y salía en portadas de revistas. Y llegaron drogas, las mujeres… Pero me di cuenta de que consumía cocaína para no tener que hablar con nadie. A muchas personas les estimula, pero para mí era un sedante, una forma de alejarme de la gente y de un mundo al que tenía miedo”, contaría tras dejar las drogas.
“Lo hice cuando descubrí que mi esposa esperaba a nuestro primer hijo. Quería ser parte del proceso. Y sabía que ser padre ya sería lo suficientemente loco y problemático sin tomarlas”.
DE EXTRATERRESTRE A LOCUTOR
Con Mork y Mindy petándolo con audiencias millonarias, le llegó su primera oportunidad en la gran pantalla: Popeye (Robert Altman, 1980). Un auténtico despropósito que, visto hoy, cuesta entender cómo no se llevó por delante una carrera que apenas daba sus primeros pasos. El rodaje fue una pesadilla, el presupuesto se disparó, y Altman y Williams no tuvieron una relación precisamente cordial. “Había escenas dignas del peor Ed Wood”, diría el actor. Y, aunque el filme no fue un fracaso a la altura de históricos descalabros como La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980) o Corazonada (Francis Ford Coppola, 1982), tampoco respondió a las expectativas, haciendo evidente que aquel Nuevo Cine Americano que había revolucionado Hollywood estaba tocado de muerte.
Pese a esa primera experiencia nada halagüeña, los 80 sirvieron para que Williams se curtiera con películas como la muy reivindicable El mundo según Garp (George Roy Hill, 1982), su primera experiencia como actor dramático; Un ruso en Nueva York (Paul Mazursky, 1984) o Club Paraíso (Harold Ramis, 1985), a la espera del verdadero punto de inflexión en su carrera: Good Morning, Vietnam (Barry Levinson, 1987). Sin dejar de actuar en bares y locales de comedia, casi siempre fuera del cartel y sin avisar a un público que enloquecía cuando aparecía por sorpresa, Williams se convertía en, ahora sí, una estrella de cine de primera división.
Le nominaron al Oscar dando vida, y voz, a un locutor de radio que lleva su anarquía y su humanismo a los micros de una estación de radio de Saigón, controlada por las Fuerzas Armadas norteamericanas, para animar a sus tropas en plena Guerra de Vietnam. Todo un tour de forcé interpretativo con el que por fin pudo aplicar todo su talento creativo a una película. “Tenía la extraña costumbre de elegir proyectos opuestos a mí. Con Good Morning, Vietnam me decían que el personaje encajaba con lo que mejor sabía hacer, y me preguntaban por qué había esperado tanto. En realidad, la película me permitía mezclar la improvisación de las escenas en la radio con varios giros dramáticos muy interesantes. Y antes tomé otras decisiones porque quería ir en una dirección distinta respecto a lo que hacía en televisión. Fui tozudo en querer hacer algo inesperado y demostrar a todo el mundo que podía actuar”.
LA OBSESIÓN POR SER ACTOR “DE VERDAD”
Esa búsqueda de otros retos profesionales se encauzó con el éxito de Good Morning, Vietnam. La industria empezó a darse de tortas por conseguir sus servicios, y encadenó los que serían, probablemente, los mejores trabajos de su carrera en el cine: de la icónica y hermosa El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), cuyo impacto sorprendió a propios y extraños, y en la que fue el profesor que todos hubiéramos querido tener, a la sensacional y desconcertante El rey pescador (Terry Gilliam, 1991).
Ambas le llevaron de nuevo a las puertas del Oscar, que sí consiguió con otro trabajo memorable: El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997). En medio, llegaron algunas decepciones (las mayores, posiblemente, fueran Hook, de Steven Spielberg, en la que fue un adulto Peter Pan, y Jack, de Coppola), pero también un puñado de superéxitos comerciales para todos los públicos, como la ya mencionada Aladdin (R. Clements & J. Musker, 1992), Sra. Doubtfire (Chris Columbus, 1993), Jumanji (Joe Johnston, 1995), Una jaula de grillos (Mike Nichols, 1996), Flubber y el profesor chiflado (Les Mayfield, 1997) o Un lío padre (Ivan Reitman, 1997), en la que compartía protagonismo con su íntimo amigo Billy Crystal. Y nunca se negó a abordar roles secundarios si el proyecto merecía la pena, como en Hamlet (Kenneth Branagh, 1996) o como actor desenfocado en la estupenda Desmontando a Harry (Woody Allen, 1997).
“Por supuesto que tengo un gran ego. ¿Alguna estrella de cine no lo tiene? Pero si recibo un buen guion, ser parte del proyecto es algo que supera la vanidad”, declararía. Si en algo parecen coincidir quienes le conocieron es en la bondad del personaje. Además de estar implicado en distintas fundaciones solidarias y caritativas (entre ellas, la creada por Christopher Reeve, amigo íntimo desde sus tiempos de estudiantes en la Juilliard School), también acudió a menudo a actuar para los soldados norteamericanos que luchaban en Afganistán o en Irak. De alguna manera, reproducía en la vida real al Aviador Cronauer de Good Morning, Vietnam. Con esa imagen pública sorprendió el muestrario de siniestros personajes que llegaron con el cambio de siglo, como los interpretados en Retratos de una obsesión (Mark Romanek, 2002), Insomnio (Christopher Nolan, 2002) o La memoria de los muertos (Omar Naim, 2004). “Actúo como un niño que no quiere aburrirse”, explicaría. “No hago planes, eso lo dejo a los funcionarios alemanes. La gente cree que intento alternar comedias y dramas, pero eso no es cierto. He hecho películas muy raras y mi carrera tiene más altibajos que una montaña rusa. Eso es porque vivo de las oportunidades, que no siempre están al mismo nivel”.
Parte de su energía, de esas ganas por conquistar y entretener al público, empezó a apagarse en la última década de su vida, quizás por su recaída en el alcoholismo, por sus graves problemas de salud (fue operado del corazón y empezó a sufrir síntomas que después encontrarían explicación, pero que, en vida, desembocaron en un equivocado diagnóstico de Parkinson) y por la necesidad de dinero (“Mis divorcios son caros”, afirmaría). Y su carrera pareció perder cualquier criterio, aunque, entre tanto desatino, existe alguna joya poco conocida, como El mejor padre del mundo (2009), que dirigió otro de sus grandes amigos, Bobcat Goldwaith. En una de las muchas memorables escenas de El club de los poetas muertos, el profesor John Keating enseña a sus alumnos las fotografías de antiguos estudiantes de la Welton Academy.
“No se diferencian mucho de ustedes. Rebosan hormonas, como ustedes. Invencibles, así se sienten, como ustedes. Todos ellos están criando malvas, pero si escuchan atentamente podrán notar como les susurran su legado. Caaaarpe dieeeem. Aprovechen el momento. Hagan que sus vidas sean extraordinarias”. Ver a Robin Williams en cualquiera de sus películas, en las mejores, pero también en las peores, deja constancia de que él aprovechó cada minuto, por trágico que fuera, para hacer mejores las vidas de los demás. Y no hay legado más extraordinario que ese. ¡Gracias por tanto, Robin!