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Tras la llegada de una misteriosa presencia que está llevando a toda la población mundial al suicidio, Sebastián (Mario Casas) comienza un viaje de supervivencia a través de las desiertas calles de Barcelona. Por el camino se encontrará con otros supervivientes con los que formará alianzas inciertas para intentar escapar de la ciudad, pero pronto se darán cuenta de que existe una nueva e inesperada amenaza aún más peligrosa.
Este es el punto de partida de Bird Box Barcelona, la última gran producción española de Netflix que funciona como spin off del filme A ciegas (2018), adaptación de la novela distópica de Josh Malerman que Susanne Bier dirigió en 2019. Una suerte de secuela que, dirigida por los hermanos Àlex y David Pastor y protagonizada por Mario Casas, resulta ser un filme fallido de principio a fin.
El problema número uno está en su libreto, un interminable desfile de lugares comunes, personajes esquemáticos y diálogos impostados, sobreexplicativos y pretenciosos. Un material de partida flojo al que tampoco ayudan la torpe utilización de recursos como el flashback o los múltiples y arbitrarios cambios de punto de vista. Pese a todo, los hermanos Pastor parecen confiar ciegamente en el texto a la hora de poner en imágenes el relato, escapando de la sutileza y apostándolo todo a la tan manoseada carta de la literalidad.
Más allá de sus deficiencias narrativas, es en su hollywoodiense alarde de espectacularidad técnica (grúas por aquí, drones por allá) donde termina de diluirse el supuesto tema de fondo del filme: la barbarie y la miseria humanas, que tantas veces requieren de un tratamiento más contenido y menos pirotécnico. Así es que, inevitablemente, mientras los fuegos de artificio de esta errática montaña rusa lo llenan todo, acuden a la memoria del espectador las sensacionales Hijos de los hombres de Cuarón, El incidente de Shyamalan o Un lugar tranquilo, el brillante díptico de John Krasinski.
Distopías apocalípticas en las que sus autores, habilidosamente, lograban con éxito construir el suspense y retratar el horror al huir del puro y duro golpe de efecto y, en su lugar, apostar por los silencios calculados, los fueras de campo, los subtextos, las miradas que hablan. Por el lenguaje del cine, a fin de cuentas.
Lo mejor: Su diseño de producción y las interpretaciones de algunos de sus secundarios, como Patrick Criado, Gonzalo de Castro y Lola Dueñas.
Lo peor: Que carezca por completo de personalidad.
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