★★★/★★★★★
Por Cristiano Bolla
Tras una inesperada tragedia familiar, tres generaciones de la familia Deetz regresan a su hogar en Winter River. Todavía atormentada por Bitelchús (Michael Keaton), la vida de Lydia (Winona Ryder) da un vuelco cuando su rebelde hija adolescente, Astrid (Jenna Ortega), descubre la misteriosa maqueta del pueblo en el desván y el portal al Netherworld se abre accidentalmente. Con los problemas que se avecinan en ambos reinos, es sólo cuestión de tiempo que alguien pronuncie tres veces el nombre de Bitelchús y el travieso demonio regrese una vez más para sembrar el caos.
Tim Burton ha tardado en volver sobre los pasos de su primer éxito comercial, actualizándolo más de tres décadas después del original. En la película original, un joven matrimonio, Adam (Alec Baldwin) y Barbara (Geena Davis), moría en un accidente de coche y se encontraba encerrado en su casa de campo, recurriendo al repugnante y repugnante Betelgeuse, un demonio malhablado especializado en «exorcismos de vivos», para que les asustara y atormentara.
En Bitelchús, una superproducción de bajo presupuesto con espíritu cormaniano, había ya mucho -si no todo- del imaginario de Burton, un cineasta que siempre se ha cuidado de cincelar su inspiración oscura y bizarra, haciéndola conversar con una oda a los parias, no pocas veces caracterizada por un sentido del humor funerario. El tono era el de una comedia camp con tintes góticos, en la que la inversión de las connotaciones clásicas de la vida y la muerte creaba un extraño cortocircuito de horror: eran de hecho los fantasmas los que tenían que ahuyentar a los vivos (y ya no al revés), en virtud de una de esas extrañas paradojas a las que la inspiración de Burton debe tradicionalmente gran parte de su combustible.
En Bitelchús Bitelchús, el enfoque de comedia negra kitsch, que coquetea puntualmente con la sesión de espiritismo y con la evocación de un Más Allá corporal e irreverente, con sus rasgos típicamente anglosajones y protestantes, vuelve a pisar el acelerador, con resultados bastante fluidos y frenéticos y un cierto placer por parte de Burton al meter mano a una de sus criaturas más singulares y decisivas.
El humor más grosero y borreguil del original está claramente suavizado a la luz de una sensibilidad menos ochentera, con un claro intento de abrazar la poderosa y pulida imaginería nostálgica de Stranger Things y de guiñar ampliamente el ojo a la frescura performativa e infinitamente «memeable» de Miércoles, la serie de Netflix que Burton realizó con Jenna Ortega, el nuevo pivote generacional de la secuela de Bitelchús. Su personaje rebosa escepticismo borde y amarga y lúcida conciencia de la Generación Z, mostrándose poco proclive a suspender la incredulidad con respecto al pasado gótico de su madre y a las irreprimibles y proverbiales rarezas con las que siempre se ha asociado su nombre, completado con un programa de la pequeña pantalla al que se ha dedicado desde entonces.
Bitelchús Bitelchús, en la que también participan los guionistas de Miércoles, Alfred Gough y Miles Millar, y que además cuenta con Monica Bellucci, actual pareja de Burton, en el papel de la vengativa y «cosida» ex mujer del bio-exorcista, Delores, evidentemente, no innova la imaginería burtoniana, que siempre ha sido reacia a los cambios sustanciales y a los nuevos marcos de sentido, sino que se limita a aportar un nuevo y agradable «refinamiento» de la misma, que puede situarse en el lado de lo rebuscado, indudablemente contemporáneo pero también alegremente anacrónico.
No hay ideas gráficas ni humorísticas a la altura de ciertos trucos relámpago de la primera película, pero los fans de la predecesora se ven mimados por un torbellino creciente de giros psicodélicos, que hacen estallar muchos de los temas y elementos visuales que estaban más latentes en la primera película y que aquí son también más didácticamente explícitos (homenajes a Mario Bava incluidos). Empezando, por supuesto, por la inevitabilidad del dolor y el sufrimiento y la obligada persistencia de la vida más allá de la muerte, con todos los aspectos mecanizados, freaks y paradójicos que tal asunción conlleva en términos de irresistible coreografía mortífera e impulsos visionarios.
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