★★★
Toda película es, en realidad, infinitas películas. Tantas como individuos se dejen mirar por ella: aun siendo siempre idéntica a sí misma (mismo guion, mismas imágenes, misma duración), sus implicaciones pueden resultar enormemente diferentes dependiendo de quién la vea, dónde la vea, cuándo la vea. Junto a quién la vea. Algo tenía que ver con todo esto aquello que el filólogo alemán Hans Robert Jauss argumentaba en su “teoría del recepción”: una obra de arte jamás permanece fija, nunca se queda quieta, sino que es precisamente en el acto de su recepción donde termina de completarse, de cobrar verdadero sentido. En el cine, este proceso ocurre en la mente del espectador, quien está siempre inevitablemente condicionado por su contexto social, su experiencia previa, su situación personal, sus preferencias estéticas o su horizonte de expectativas. ¿A quién no le ha pasado? Una película que nos atravesó profundamente en un momento determinado de nuestra vida puede tornarse, vista mucho tiempo después, en un rollo patatero. En ocasiones sucede al revés: algo que en un primer visionado rechazamos de lleno puede regresar, años más tarde (transformaciones de la mirada mediante), reconvertido en una auténtica obra maestra sin parangón. Seguramente Destino final: Lazos de sangre, sexta (y muy tardía) entrega de una saga que arrancó sus andanzas en el año 2000, sea, en realidad, poco más que una patochada. También es muy probable que, reproducida en casa, en soledad, una tarde cualquiera de un día laborable común, tenga la mitad de gracia de la que tiene (de la que ha tenido, al menos, para quien aquí escribe) siendo proyectada en una inmensa sala oscura con tecnología 4DX, ante un patio de butacas integrado por un puñado de críticos de cine dispuestos a dejarse arrastrar por el espectáculo sin ahorrar en carcajadas. Digámoslo ya: las películas son, en fin, sus espectadores. Pero una cosa no quita la otra: parte de culpa de este buen rato tendrán también sus artífices, en este caso los directores Zach Lipovsky y Adam B. Stein, que han sabido encontrar en el macarrismo descerebrado su principal arma para insuflar nueva vida a una franquicia que parecía más que agotada, logrando tejer con agudo sentido de la ironía un hemoglobínico disparate que rebosa humor negro y en el que todas y cada una de las muertes escenificadas (glorioso slapstick) son originales y divertidas (y que cuenta, además, con una escena de apertura francamente espectacular, auténtico suspense a la manera hitchcockiana). ¿Para cuándo la séptima entrega?
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