Por Cristiano Bolla
★★★★/★★★★★
Hace tres años fue recibida con escepticismo, ahora con el entusiasmo reservado a un éxito seguro. Dune, la ópera espacial basada en aquel ciclo de novelas de Frank Herbert que durante mucho tiempo se consideró inadecuado, regresa a la gran pantalla con la segunda parte que completa el primer relato.
En el centro está de nuevo Paul Atreides (Timothée Chalamet), vástago de una estirpe a la que el Emperador ha confiado la producción de la especia que se extrae en el desértico planeta de Arrakis. La especia es sagrada para los Fremen locales, pero es aún más importante para el Imperio porque permite viajar entre galaxias: controlarla significa asegurarse riquezas más allá de lo imaginable. Este poder ha estado durante mucho tiempo en manos de los Harkonnen, que en connivencia con el Emperador han urdido un plan para eliminar a los Atreides de Arrakis/Dune y recuperar el control del planeta y sus riquezas.
La primera parte, presentada fuera de concurso en el Festival de Venecia de 2021, sirvió para ambientar, delinear los personajes y definir las relaciones de poder. Dune fue reconocida por su excepcional montaje técnico y artístico, tanto que le valió a la película seis Oscar, pero también por la limitación de parecer un gigantesco piloto para una serie de televisión. Sin embargo, la secuela, en cines a partir del 28 de febrero de 2024 tras unos meses de retraso por la huelga de actores, reafirma no sólo los valores de producción de todo el proyecto, sino también qué temas e intereses mueven la mano de Denis Villeneuve.
Al igual que hiciera hace tres años, el director de La llegada y Blade Runner 2049 divide la película en dos partes: en la primera, se afana en la construcción del lore, sin renunciar a un solo detalle relativo a la experiencia de Paul Atreides con las tribus Fremen, divididas internamente en facciones más o menos fundamentalistas respecto a la profecía que señala al joven ‘alien’ como el Mesías que liberará Arrakis de la opresión y conducirá a su pueblo hacia el Paraíso Verde. Es en esta fase cuando Villeneuve demuestra más su ambición artística, la de querer combinar lo mejor posible su naturaleza de superproducción de alto presupuesto con un reparto estelar, con los dilatados plazos y la atención que requiere el cine de autor.
El ciclo de Dune se nutre de este equilibrio entre necesidades opuestas, sólo para desatarse cuando llega el momento. La segunda parte, en la que se introduce en mayor medida a nuevos antagonistas como el sádico Feyd Rautha Harkonnen (Austin Butler), acelera el motor, dejando de lado el ojo documental para satisfacer al que ansía acción, tragedia y arquetipos en ciernes. Una vez más, el trabajo de la banda sonora de Hans Zimmer y la fotografía de Greig Fraser dotan a cada escena de una refinada y descomunal épica, alejada de cualquier matiz cómico de otras famosas óperas espaciales como Star Wars o Star Trek.
Dune comparte muchos aspectos (pues, al fin y al cabo, fue precursora junto con el Ciclo de la Fundación de Isaac Asimov), pero no el tono. En las adaptaciones de las novelas de Frank Herbert, todo destila seriedad dramática, pura épica. En síntesis extrema y provocadora, Dune está dando a la ciencia ficción (entendida en su sentido más amplio y popular) lo que El Señor de los Anillos dio a la fantasía: una adaptación majestuosa en su puesta en escena, desbordante en su impacto emocional y gargantuesca en su atención al detalle.
Además del aspecto técnico, está claro que también está el narrativo, y es aquí donde el gigante de Villenueve descubre quizás sus pies de barro. Al trasladar a la gran pantalla las novelas del autor estadounidense, el director hace todo lo posible por mantener la pureza crítica de los temas y por enmarcarlos en una modernidad a veces demasiado buscada. Los Fremen son una población en parte de colonizados oprimidos y en parte de fanáticos religiosos, elementos que se reflejan muy claramente en las dinámicas socio-políticas de las zonas africanas y de Oriente Medio, con todas las posibles controversias que pueden derivarse de una representación de este tipo, especialmente en lo que se refiere a la radicalización religiosa -a pesar de que en ella se intenta poner de relieve que coexisten diferentes corrientes más o menos progresistas.
El aspecto religioso aquí no se pasa por alto, sino que se convierte en parte fundamental de la trama: la figura cristológica del protagonista Paul Atreides es aún más central y es el encuentro-choque entre fe y superstición, entre poder y libertad lo que compone el tejido narrativo de la segunda parte de Dune – Parte 2, lanzada en este punto hacia un esperado tercer capítulo que debería centrarse precisamente en la tercera novela, El Mesías de Dune.
Denis Villeneuve ya ha anunciado que, de realizarse (tras un paréntesis), será en cualquier caso su última película para la franquicia. Si terminara prematuramente, quedarían dos películas representativas del estado del arte del género de ciencia ficción, con más que decir que tiempo para hacerlo a pesar de su considerable duración. Pero el material bajo la superficie de Dune es precioso y hasta ahora se ha encontrado la manera de refinarlo lo mejor posible. Si éste será también el caso en el futuro es una cuestión para otra profecía. Sin embargo, gracias a lo que se ha hecho hasta ahora, los aficionados pueden estar tranquilos en lo que respecta a la saga Dune: más allá del miedo, el destino aguarda.
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