Por Giorgio Viaro
¿Cómo hacer un remake, hoy, de una película que en la primera mitad de los años 70 fue, a su manera, revolucionaria en su retrato de la sexualidad?
Había ciertas sospechas sobre por qué el nuevo trabajo de Audrey Diwan, tras ganar el León de Oro por La decisión de Anne -una película cruda, contundente y realista sobre el aborto clandestino-, no fue seleccionado para Venecia y acabó en cambio en San Sebastián, donde se proyectó como película inaugural. En efecto, Emmanuelle no dejará indiferente a nadie… por decirlo suavemente.
Esta nueva versión de la novela de Emmanuelle Arsan, llevada por primera vez a la pantalla en 1974 (en una película más casta de lo que hoy se recuerda), se centra en una mujer (Noémie Merlant) encargada del control de calidad de una cadena de hoteles de lujo, que vuela a Hong Kong para evaluar el trabajo de la directora del hotel local (Naomi Watts). Diwan (también guionista junto a Rebecca Zlotowski) explora su soledad, su falta de entusiasmo, su sentido del deber, tratando de retratarlos a través de sus aventuras sexuales y de las conversaciones que mantiene con un misterioso patrón del hotel, el único que parece capaz de resistirse a ella.
Lo más desconcertante, la mayor «desviación» de Diwan respecto a su película anterior, está en el enfoque estilístico que la directora elige junto al director de fotografía Laurent Tanguy, dejándose llevar evidentemente por la localización, en homenaje a las películas de Wong Kar-wai, y en particular In the Mood for Love (que ella citaba, en la entrevista que le hicimos después de la película, como referencia absoluta del cine erótico). Es un gran riesgo porque ese nivel de estilización, construido como reflejo del carácter de una ciudad, en las películas de Wong Kar-wai es en la práctica un paliativo de la carnalidad, no un atuendo.
Así, mientras Diwan intenta evitar la sobreexposición de los actos sexuales (que, en efecto, se cortan rápida y bastante bruscamente), afirmando implícitamente que una película erótica -hoy en día- no puede seguir pensándose como en los años 70, su Emmanuelle sigue siendo extrañamente superficial, incluso comercial, en la mirada con la que mira a la ciudad, a la decoración del hotel, a la ropa de su protagonista. Una contradicción que estalla más en las escenas de diálogo -hablar de sexo suele ser ridículo en el cine, y aquí se baten varios récords- que en las contemplativas, donde se escenifica más el desconcierto de la protagonista que su deseo, que encuentra un justo punto de apoyo en este contexto impersonal.
Hay una hermosa secuencia hacia la mitad de la película en la que desde los grandes ventanales de este hotel de lujo, en el salón-restaurante, la riquísima clientela observa un tornado que parece a punto de arrasar la ciudad como si lo estuvieran viendo en el cine. En ese momento y durante unos minutos, la película está centrada: la luz es perfecta, y existe esa tensión subterránea entre la exposición del cataclismo y la calma aristocrática que reina en el restaurante, que refleja la naturaleza de la protagonista y su agitación de forma sencilla y fascinante. La metáfora no es sofisticada, pero la ejecución es perfecta.
Ese equilibrio en otros lugares es muy difícil de encontrar. A medida que la película avanza, se hace más explícita y toma la única decisión evidentemente «política» de la puesta en escena, que consiste en exponer el cuerpo de Emmanuelle sólo en momentos de autoerotismo. La sensación es que el origen «accidental» del proyecto (que le fue propuesto, no buscado, después del León de Oro), no ha sido redimido, o al menos gobernado, por ninguna inspiración cinéfila o militante posterior. La relación entre las dos poderosas mujeres de la película, así como el viaje de la protagonista hacia el redescubrimiento de su propio deseo, nunca encuentran un desarrollo a la altura de sus ambiciones: así, el relato de un desconcierto, en un no-lugar, da como resultado una no-película, temblorosa, torpe, sin razones.
© REPRODUCCIÓN RESERVADA