★★★
Una infancia demasiado feliz puede terminar por convertirse en un lastre. En su mastodóntica novela en siete partes En busca del tiempo perdido, el escritor francés Marcel Proust reflexionaba acerca de cómo un exceso de amor maternal durante los primeros años de vida podría abocarnos, ya adultos, a ser víctimas de una nostalgia insalvable: el mundo “real”, desangelado y hostil, nunca conseguiría hacernos felices, y permaneceríamos condenados a intentar recuperar, siempre en vano, aquella primera alegría perdida. De esto va, al menos en parte, Érase una vez mi madre, adaptación a la gran pantalla de la novela Ma mère, Dieu et Sylvie Vartan, autobiografía del abogado francés Roland Pérez, quien, nacido con una malformación en el pie que podría haberlo condenado a permanecer para siempre a la sombra de la sociedad, logró salir adelante (¡y convertirse incluso en bailarín!) gracias a los inauditos esfuerzos de Esther, su madre-coraje, por “corregir” su discapacidad. Con los años, sin embargo, cuando Pérez crece y se convierte en un adulto, este vínculo de dependencia basado en la sobreprotección que ha desarrollado con su progenitora le traerá no pocas dificultades. El canadiense Ken Scott escribe para la pantalla y dirige (con un tono cálido y un colorido diseño de producción, siempre de aspiración más impresionista que realista) esta historia real de superación y agradecimiento que, aunque parta de la reflexión proustiana, no es otra cosa que un tierno homenaje a las madres. Acogedora y luminosa (si bien un pelín azucarada de más en su último tramo), la película entronca con otros dos recientes estrenos franceses que, desenfadados en forma y agridulces en fondo, también sitúan en su centro la belleza y las grietas de las relaciones paterno-filiales: La historia de Jim, de Arnau y Jean-Marie Larrieu, y Un buen padre, escrita y dirigida por el debutante Ronan Tronchot.
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