Por Cristiano Bolla
★★★½/★★★★★
Ridley Scott no quiere saber nada de colgar la cámara y por eso, después de haber producido y dirigido El último duelo, La casa de Gucci y la reciente Napoleón en el espacio de tres años, a sus 86 años vuelve atrás en el tiempo para contar la nueva parte de la historia que ha contribuido a grabar su nombre en la Historia del Cine. Alien y Blade Runner le lanzaron, sí, pero fue con Gladiator cuando se consagró definitivamente, rompiendo el muro del cine de género para hacerse verdaderamente popular.
El anuncio de una secuela de la ganadora de cinco Oscar, entre ellos el de mejor película y actor principal, Russell Crowe, llamó al mundo cinéfilo a las armas: la industria del Séptimo Arte no deja de reeditar sus éxitos, de encontrarles nuevas formas o destinos, de continuar con sus creadores o con otros narradores. También ocurrió con Blade Runner, de Ridley Scott, pero lo mismo se aplica a casi todas las franquicias que han tenido éxito comercial. Así pues, ¿por qué habría de sorprendernos que la película que revitalizó en solitario un género esencialmente muerto a principios de milenio (el peplum), además montada por su propio creador original, pudiera volver a emocionarnos con una nueva historia?
Ridley Scott era y sigue siendo un cineasta con grandes ideas y una manera aún más grande de transformarlas en un relato cinematográfico. Así, parte de la muerte de Máximo Décimo Meridio y cuenta con el más previsible de los personajes, ese Lucio Verus hijo de Lucilla por el que en realidad se sacrificó entre los muros del Coliseo. En Gladiator II, sin embargo, lo encontramos ya adulto y lejos de casa: interpretado por Paul Mescal (presente y futuro del cine mundial), Lucio es ahora soldado en la provincia romana de África y sólo alberga ira y resentimiento hacia la capital del Imperio. Cuando desde Numidia es llevado encadenado a Roma por el general Acacio (Pedro Pascal) y obligado a luchar como gladiador, como el más clásico de los héroes emprende un camino que le llevará a cumplir su destino, desafiar no sólo a los hermanos emperadores Caracalla y Geta (Fred Hechinger y Joseph Quinn, otras estrellas en ascenso) y al traficante de armas y hombres Macrino (un Denzel Washington de nuevo cargado hasta los topes), sino también a continuar aquel sueño llamado Roma por Máximo y su abuelo Marco Aurelio.
Las condiciones para el éxito de la primera película en 2000 no eran ciertamente fáciles de recrear: Gladiator supo aprovechar un hueco en el género -que tanto había dado al cine, sobre todo en los años 50 y 60, y que luego se revitalizó en el nuevo milenio con películas como Troya, 300, El Rey Arturo y muchas otras- gracias a una superproducción que puede describirse con una sola palabra: épica. Una palabra de la que a veces se abusa, sobre todo en la sociedad de los memes, pero en su sentido más puro, épica narra gestas históricas o legendarias de héroes y pueblos, cuya memoria e identidad se propone transmitir; épica por oposición a lírica, también, es decir, dicho de un relato de carácter objetivo y sobre todo narrativo.
Gladiator contaba una historia simple, la de un hombre caído en desgracia que se abre camino hacia la venganza y la gloria, narrando sus hazañas de forma extremadamente concreta y material, como la arena que recogía en sus manos Máximo Décimo Meridio en la arena del Coliseo. La épica es el relato de lo legendario, pero hay una trampa: sólo el tiempo puede sancionar lo que puede ser y lo que no, si -parafraseando- lo que hacemos en las secuelas puede o no resonar a través de la eternidad.
Con Gladiator II Scott intenta volver a colocar todas las piezas en su sitio: algunas de ellas siguen encajando muy bien, como la gloriosa puesta en escena de las batallas, la espectacularidad visual de escenas como las naumaquias en el Coliseo (sí, existieron realmente, pero en cualquier caso sería un ejercicio crítico inútil seguir desplumando a un director como Ridley Scott, que una y otra vez ha demostrado estar interesado en la verosimilitud histórica sólo hasta cierto punto) y ese aura general de espada y escándalo; esta secuela, como la primera, lo tiene narrativamente fácil porque todo lo que hace es contar la historia del soldado romano Espartaco, que lideró la revuelta de esclavos conocida como la Tercera Guerra Servil e inspiró obras literarias, históricas, cinematográficas y musicales desde 1800 hasta nuestros días, con diferentes nombres y detalles: Lucio Vero no es más que otro soldado lanzado a la arena y que hazaña tras hazaña consigue cortarle la cabeza a la serpiente. Nada nuevo en el frente imperial, pues, pero una sólida reconfirmación.
Otras piezas, sin embargo, luchan más por encajar. En concreto, por absurdo que parezca, la sensación es que este Gladiator II habría sido más efectivo si a) no hubiera estado tan conectado con el primero (o hubiera seguido un camino ambiguo como el que tomó, por ejemplo, Blade Runner 2049) o b) los implicados no hubieran revelado de inmediato el giro relativo al nacimiento de Lucius Verus y su conexión con Maximus Decimus Meridius. La misma película privada de las escenas de reconocimiento entre madre (Connie Nielsen) e hijo habría funcionado igual de bien, si no mejor. Una herencia simbólica basada en el valor de los personajes y en la utopía deseada por el Gladiator original, en lugar de una de sangre, habría evitado cierta sensación de trama forzadamente doblegada a la voluntad de la producción más que a la narrativa.
Sigue siendo, sin embargo, un panorama más que glorioso en términos de ambición, con un ritmo mucho menos comprimido y una actuación decididamente menos cargada que la reciente y divisiva Napoleón, más cercana al rigor formal de la menor pero exitosa El último duelo, por situar la secuela en la producción de Ridley Scott de los últimos años. Una película majestuosa pero no (¿todavía?) épica, pero peplums con esta escala y manejo del espectáculo son, no obstante, una rareza incluso para el cine actual, tan deudor de Gladiator como el pueblo ficticio de Roma lo es de su héroe.
© REPRODUCCIÓN RESERVADA