Crítica ‘Golpe de suerte’ (Festival de Venecia)

Crítica 'Golpe de Suerte'

★★★★/★★★★★

Por Davide de Stanzione

Fanny (Lou de Laâge) y Jean (Melvil Poupaud) parecen el matrimonio ideal: ambos tienen logros profesionales, viven en un maravilloso piso en un exclusivo barrio de París y parecen tan enamorados como la primera vez que se conocieron. Pero cuando Fanny se cruza accidentalmente con Alain (Niels Schneider), un antiguo amigo del instituto, pierde la cabeza. Pronto vuelven a verse y se hacen cada vez más íntimos…

Para su película número 50, el guionista y director neoyorquino Woody Allen, uno de los cineastas más relevantes y brillantes del siglo XX, cómplice del ostracismo de la cultura cancel en su país, vuelve a rodar en Francia, donde ya había realizado Midnight in París, y por primera vez en francés y con un reparto íntegramente francófono.

Golpe de suerte, presentada Fuera de Competición en Venecia 80, como sugiere elocuentemente su título, es una película que cuestiona un tema siempre presenta en la poética de alleniana: la importancia que el azar, o más bien la suerte, desempeña en la vida de los seres humanos, dándoles trayectorias tal vez sorprendentes, inesperadas o en cualquier caso desorientadoras, y desbaratando todo aferramiento racional y metódico a los acontecimientos que puntúan la existencia de cada uno de nosotros.

En resumen, ¿existe realmente la suerte? ¿Es lícito creer en las fatalidades, o es necesario rechazar el concepto de destino de forma despectiva, como hace el personaje de Melvil Poupaud?

Una reflexión que Allen había situado en el centro de una de sus películas más famosas y comercialmente relevantes de las dos últimas décadas de su producción, la ‘londinense’ Match Point, en la que la parábola dostoyevskiana de Crimen y Castigo se enfrentaba fatalmente a la irrupción de la fatalidad y lo inesperado, ejemplificado por la pelota de tenis suspendida en una red que, al igual que un anillo de boda suspendido en la orilla del Támesis, podía pasar casualmente a uno u otro lado, cambiando por completo el curso de los acontecimientos y la brújula de la moralidad.

Golpe de suerte, por su parte, es un poco el hermano pequeño de aquella película, en la que la narración, sin desvelar demasiado de una trama aún por descubrir, adquiere sin duda coordenadas similares, como ya habían juzgado la mayoría de los observadores internacionales sobre la génesis de la película, que por razones mediáticas el último Festival de Cannes había evitado acoger en su cartelera.

La sensación es la de un Woody Allen puntualmente lúcido sobre la sociedad y el ser humano, del que sus películas -incluso las más recientes- son siempre un formidable espejo y prueba de fuego, en desafío a cualquier nostalgia fácil y obtusa del Allen de antaño. En esta ocasión, el tono general es el de un cuento moral esbelto, romántico y ligero sólo en apariencia, el de una novela policíaca de tintes sombríos que se consume con extremo placer y ligereza, aunque tenga que lidiar con una nada desdeñable y decididamente aguda sucesión de mezquindades e hipocresías que se agolpan cada vez más en las vidas y acciones de los personajes.

Entre ellos destaca Valérie Lemercier, que interpreta a la madre de Fanny, Aline, una mujer que tiene más de un rasgo en común en cuanto a método y presencia escénica con la Diane Keaton de Misterioso asesinato en Manhattan (1993), del mismo modo que Lou de Laâge bien podría recordar a la Keaton de su juventud de otras películas de Allen.

La gracilidad de la partitura orquestada por la habitual escritura etérea de Allen no borra ciertamente los macabros giros de la historia, sino que permite que destaquen por contraste, con una impronta de amarga y aguda ironía e inteligencia que siempre ha sido la marca de fábrica del Allen más inspirado y fértil. El cineasta también se presta aquí a animados insertos románticos de sabor exquisitamente parisino y romántico-bohemio, sin caer por ello de lleno en esos estereotipos con los que siempre ha coqueteado en su carrera.

Muchos de los elementos visuales de Golpe de suerte, que no es a todos los efectos un drama alleniano sino más bien una película perfectamente equilibrada con los tonos del drama y la comedia, remiten a una circularidad que huele a circuito cerrado, difícil de eludir y finalmente ineludible (un poco como la maqueta de tren de la que Jean está tan orgulloso), incluso a costa de querer reírse de ello con los aforismos allenianos más brillantes e inspirados de los que el guión es, como siempre, muy rico («Nunca se es demasiado sexy, como nunca se es demasiado rico»).

La banda sonora jazzística de Golpe de suerte es el acompañamiento perfecto para una opereta que representa maravillosamente tanto el capricho de los personajes como el del destino que los acaricia, inmune a la miseria de su condición, con la misma tibia delicadeza de la vívida iluminación de Vittorio Storaro, que juega con la totalidad del azul y el rojo para representar la escisión de los dos mundos emocionales de la protagonista, interpretada por una magnética Lou de Laâge: el rojo representa la pasión eternamente adolescente y esperanzada por la vida que vuelve a explotar con un antiguo amigo suyo del instituto, mientras que el azul simboliza la fragilidad neurótica y melancólica de su ménage conyugal, aceptado más por comodidad que atravesado y sublimado por un verdadero sentimiento amoroso.

Si en Match Point se decía, citando a Esquilo, que «a veces no venir a la vida puede ser el mayor de los regalos», en esta película gemela Woody Allen sentencia en cambio, mediante una línea insertada en la película, con un desencanto mucho más marcado, que el verdadero golpe de suerte es precisamente el milagro de la vida, dado que cada uno de nosotros tiene una oportunidad entre 2.000 millones y más de nacer y venir al mundo.

Es precisamente en este deslizamiento donde reside todo el sentido y la verdad íntima de Golpe de suerte, una película que tiene en su interior la sencillez, el encanto y la pureza de la visión del mundo de un verdadero maestro del humor. El golpe maestro de siempre, el don de siempre, con la magia alentadora de un clásico del misterio de Georges Simenon.

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