★★★
Tras sufrir un derrame cerebral, el arrogante juez Stefan Mortensen, parcialmente paralizado, es ingresado en una residencia. Allí conoce a Dave Crealy, un anciano perturbado que impone a los residentes un juego sádico en el que interviene una tétrica marioneta de ojos vacíos. Cuando una de las internas muere y nadie escucha sus advertencias, Mortensen, con ayuda de su compañero de cuarto, decidirá enfrentarse al reinado del terror de Crealy. Si algo consigue el neozelandés James Ashcroft en La ley de Jenny Pen es que, como espectadores, experimentemos en carne propia el declive silencioso del cuerpo y de la identidad que trae consigo la vejez. La soledad, la desesperanza, la crisis de sentido, los múltiples achaques del la mente y del cuerpo: el director logra convertir, en su segundo largometraje, el implacable desgaste intelectual –también el físico– del último tramo de la vida en una fuerza oscura, tangible, casi sobrenatural. Que la catarsis irrumpa tiene que ver con dos cosas: por un lado, con la inteligencia de una puesta en escena inquietante y claustrofóbica que torna lo cotidiano en aterrador, no terminando nunca de dibujar límites claros entre lo real y lo imaginario; por el otro, con las magnéticas interpretaciones de sus dos protagonistas, Geoffrey Rush y John Lithgow, que transitan magistralmente de la contención a la explosión grotesca. Sin embargo, y pese a las múltiples virtudes de la película, una amarga sensación permanece en quien escribe durante la segunda mitad del metraje: La ley de Jenny Pen se revela, pronto, como una película de una sola idea que, una vez ha terminado de agotar sus cartas, parece no tener muy claro hacia dónde ir y acaba recurriendo al barullo narrativo y a la acumulación de efectismos. Con todo, los actores y la atmósfera de pesadilla valen la entrada.
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