Crítica ‘Los aitas’: Aprendiendo a ser padres en la carretera

Los aitas

★★★½

En Los aitas, Borja Cobeaga dirige a unos geniales padres ochenteros aprendiendo, precisamente, a ser padres.

Desde el presente, Los aitas mira al pasado y nos presenta a cuatro padres muy distintos entre sí, pero con algo en común: ejercen lo justo en casa por distintas razones, pero, en general, porque no es lo que les tocaba entonces, para eso están las madres o las abuelas. ¿Y si ellas fallan? Desde esa premisa arranca esta tierna y muy divertida road movie, que Borja Cobeaga dirige y escribió junto a Valentina Viso.

Emocionadas por el viaje a Berlín acompañando a sus hijas a una competición de gimnasia, las madres se pillan tal cogorza la noche anterior que son incapaces de salir de la cama. Aunque se resisten, los padres tienen que ir y, en principio, porque como señores siempre tienen que salvar ellos la situación. Sin embargo, metidos durante varios días en ese autobús con sus hijas, la entrenadora y el conductor, cura y antiguo profesor de ellos, esos hombres duros acabarán entrando en razón y se darán cuenta de lo que se estaban perdiendo hasta ahora.

Película familiar, para todos los públicos, es una prueba más del cariño y empatía con la que Cobeaga siempre escribe a sus personajes. Él mismo siempre cuenta que hay directores que le gustan y directores a los que les gustaría parecerse. Entre los primeros está David Lynch y entre los segundos Alexander Payne. Y a lo largo de su carrera, ha ido perfeccionando su parecido con el segundo y con otros referentes de esa comedia, a veces de carcajada, a veces de sonrisa, pero siempre muy humana y cercana.

Ahí está exactamente Los aitas, presentada en el Festival de Málaga, con cuatro actores haciendo de padres geniales. Todos ellos en paro, todos ellos descubriendo de qué va eso de la paternidad. Juan Diego Botto de señorito hablando francés y con permanente, Quim Gutiérrez de viudo tipo duro, Iñaki Ardanaz obsesionado con el VHS como futuro, y Mikel Losada como el más perdido de todos. Un cuarteto perfecto a quienes les ponen firmes sus hijas, pero sobre todo la germánica entrenadora que interpreta Laura Weissmahr, con sus propios daddy issues, y ese fumador cura y conductor de primera que siempre es Ramón Barea.

Es verdad que la película toma atajos, que se deja algún giro sin resolver (como, precisamente, el del personaje de Barea que desaparece sin explicaciones y quizá demasiado pronto), pero sigue siendo un viaje de aventura y descubrimiento en el que Cobeaga encuentra el tono preciso entre los momentos más emotivos y los más entretenidos.

De hecho, también hay espacio para meter algo de discurso social y de clase e histórico (la reconversión industrial en Euskadi, la caída del muro de Berlín) porque incluso en ese pequeño espacio autobusero hay diferencias marcadas entre unos y otros y esas diferencias también señalan la capacidad emocional de cada uno porque a querer y cómo querer también hay que aprender a veces.

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