★★★
Pablo Larraín ha confesado más de una vez su obsesión con las vidas trágicas de las mujeres que marcaron (y fueron marcadas por) el siglo XX. Empezó a desarrollar y profundizar y estilizar en esa obsesión en Jackie (2016), con una Natalie Portman transformada en la Jacqueline Kennedy de luto tras el asesinato de su marido; siguió con Spencer (2021), con una Kristen Stewart personificando a una Lady Di, también de luto, aunque por la inminente muerte de su matrimonio. Y ahora, en Maria Callas, cierra esta trilogía de la tragedia femenina y la fama eligiendo a Angelina Jolie para que cante y se convierta en la diva de la ópera, deambulando por su piso parisino y sus recuerdos a la espera de otra muerte, la suya propia.
Maria Callas arranca con su muerte para saltar a intentar explicar la semana anterior a ese trágico día en el que se la encontraron sola, tirada en su piso. Tenía 53 años, pero demasiado vividos y sufridos. Llevaba ya años luchando con la pérdida de su voz y con la pérdida del que fue su gran amor, Aristóteles Onassis. Acompañada sólo por su mayordomo, su ama de llaves, sus recuerdos y remordimientos, La Callas de Angelina Jolie vaga casi como un espíritu en ese estilo entre onírico y fantasmagórico que Larraín estableció desde Jackie y que aquí, animado por la propia naturaleza trágica e hiperbólica de la ópera, lleva hasta el extremo.
Del color del tiempo presente pasa al blanco y negro cuando se regodea en el dolor o en la felicidad del pasado: el día que conoció a Onassis, el día que comenzó su romance, la muerte de él, que la llamó para despedirse y declarar su amor (aunque seguía siendo un secreto), pero también esa adolescencia en Atenas en la que su madre la obligaba a cantar (y más cosas) ante soldados nazis durante la II Guerra Mundial. “Mi madre me obligó a cantar, Onassis me lo prohibió, ahora quiero cantar yo”, dice en un momento dado cuando le preguntan por qué pelea contra sí misma, contra su voz, cuando en realidad pelea por, finalmente, tener el control.
La película es una repetición de esos momentos, de los recuerdos, de La Callas intentando cantar de nuevo, de su charla con un periodista que tiene el mismo nombre que la droga prescrita de la que abusa, Mandrax. Es decir, nada es real. O sí. En la reiteración, Larraín vuelve a buscar el efectismo de la historia, aunque aquí no sea tan eficaz como en las dos anteriores. Y eso a pesar de la ópera, de esas arias que van acompañando la tragedia personal de la diva.
Siete meses estuvo trabajando Angelina Jolie en su voz para que pudieran unirla a la voz real de Callas en algunas de las arias, el resultado de su inmersión en el personaje se siente y es, sin duda, su mejor trabajo desde hace años.
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