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En agosto de 2018 llegaba a las salas Megalodón, enésimo engendro hiperproducido (e hiperaburrido) de Jason Statham. Dirigido por Jon Turteltaub (Instinto, Phenomenon, La búsqueda), la chicha de aquel tostón estaba en tirar al protagonista de Transporter y Crank en mitad del océano para ponerlo a pelear con un tiburón gigante prehistórico. Por desgracia (el planteamiento apuntaba maneras para una buena serie b), de aquella primera entrega no se salvaban ni los chistes. Ahora, cinco veranos después, se estrena en cines Megalodón 2: La fosa, una secuela que funciona por acumulación (más ruido, más bichos, más mediocridad) y que acaba por resultar tan olvidable como el primer filme.
Si bien Meg 2 es, en términos visuales, un poco menos fea que su predecesora (el horroroso digital sobreexpuesto de la primera entrega hacía sangrar por los ojos), no por ello deja de ser igual de descuidada e impersonal. Una pena: algunos llegamos a albergar ciertas esperanzas en esta segunda parte al conocer que Ben Wheatley (Kill List, Turistas), un interesante cineasta britanico que ha demostrado manejarse bien en el terreno del cine de género y el humor negro, iba a encargarse de dirigirla. Pero no. Nuestro gozo en el más profundo de los pozos. No hay aquí nada que rascar en términos de “mirada”. Es más: durante buena parte del metraje parece que no haya nadie al timón, y que Wheatley se haya limitado a activar el piloto automático y pasar a recoger el cheque.
A esta planicie visual se suman una machacona banda sonora puramente funcional y un montaje que, de tan estridente y pretendidamente espectacular, acaba logrando que la intriga se desvanezca y que los protagonistas, acechados por un terrible peligro que debería erizar la piel de cualquiera, le importen a uno un bledo. Y es que, en lo que al guion se refiere, tampoco hay una página digna: demasiadas líneas argumentales paralelas, excesivos puntos de vista, un puñado de cansinos discursos explicativos, un atracón de personajes secundarios a medio cocinar, alguna que otra escena pretendidamente emotiva y dos o tres chistes metidos con calzador. Y, sobre todo, mucha brocha gorda.
Nada funciona, y lo disperso de su tono (la película no termina nunca de decidir cuál es su público objetivo, queriendo ser familiar, romántica, cómica, aterradora y muchas más cosas al mismo tiempo) acaba anulando incluso su posible interés como comedia de acción autoconsciente (en este sentido, le falta gamberrismo) o, incluso, como secuela “homenaje” a otras secuelas (los guiños, muy pobres, van desde Tiburón 2 a Aliens pasando por El mundo perdido).
Nada de nada. Ni como entretenimiento veraniego sirve: la referencia más inmediata (en tanto que blockbuster estival de bajísima calidad) que aparece en la mente de quien escribe es Jurassic World: Dominion. Palabras mayores. Mejor huir.
Lo mejor: Los disparatados quince minutos de clímax despiertan, al menos, un par de carcajadas.
Lo peor: Todo lo demás.
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