★★★½
En consonancia con el universo que desplegó en la excelente Mary and Max (2009), su primera película, o en Harvey Krumpet, pieza corta que le valió un Oscar en 2003, el animador Adam Elliot relata en su nuevo trabajo otra desoladora y macabra historia de un personaje inadaptado que parece haber venido al mundo exclusivamente a sufrir. De igual forma que en los títulos mencionados, Elliot recurre a su habitual estética de lo grotesco para poner en imágenes, en clave tragicómica y desde una óptica profundamente pesimista, la tristeza infinita e invencible de quienes se saben "diferentes". Las herramientas del director no han cambiado. En el apartado temático están de nuevo los sueños rotos, las tendencias autodestructivas, las infancias traumáticas, la soledad de los marginados sociales, la búsqueda desesperada de un refugio en el que guarecerse (esa “concha de caracol” a la que hace referencia el título del film). Por el lado estético, la película se corresponde también con los trabajos anteriores de Elliot: mediante una animación stop-motion (concretamente claymation, es decir, de plastilina), el director australiano retoma su habitual diseño de personajes pálidos y ojerosos, habitantes de un mundo amorfo, gris, frío, inhabitable. Repiten, también, la habitual voz en off, en una narración que funciona como “relato de vida” en primera persona; la escatología y la negrura (sexo y muerte) en el uso del humor; la sátira social más virulenta e incisiva (en este caso, con dos dianas claras: el fanatismo religioso y la superación personal). Elementos temáticos, narrativos y formales que, en su conjunto, funcionan bien, dando lugar a un film original y con dosis suficientes de inventiva, pero que no logra traspasar la línea de lo anecdótico, funcionando mejor las partes (los gags) que el todo (su acumulación). Algo a lo que tampoco ayuda la, en ocasiones, excesiva recreación de Elliot en el sufrimiento de sus personajes.
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