★★
Gozosamente excéntrica, apabullante en su despliegue estético, colmada de abstracciones, símbolos y rimas visuales; por momentos fascinante en su radical apuesta por la plasticidad, la gestualidad, la onomatopeya. Pero también (de tan excesiva, caprichosa y aparentemente sofisticada) cargante en su pretendido lirismo, ahogada por su apego a los fuegos de artificio, inevitablemente vaciada de toda emoción. Así es No hay amor perdido, el rimbombante segundo largo del francés Erwan Le Duc, una fábula sobre el abandono y la dificultad de pasar página en la que resuenan las artesanales poéticas, tan entrañables como extravagantes, de Wes Anderson o Michel Gondry; una película tan bella de mirar (Le Duc tiene un indudable e inagotable talento visual) como difícil de soportar en sus maneras gafapastiles, herida de muerte en el plano dramático por los excesos plásticos de su director y por la pretenciosa retórica de sus personajes. Un ejercicio, en fin, de onanismo audiovisual orquestado por un cineasta que, de tan preocupado por demostrar originalidad e inventiva en cada uno de sus gestos (en cada composición, cada movimiento de cámara, cada juego de luces, cada corte de montaje), termina abandonando a sus espectadores a la deriva en un relato que, por paradójico que pueda parecer dada su expresividad estética, se antoja tan frío como el hielo.
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