★★★½
Por Davide Colli
¿Qué está uno dispuesto a hacer en pos de la quimera? Sin duda, una pregunta que ha afectado a la totalidad de las artes en las que el hombre ha puesto su mano. Sin olvidar el cine. Uno de los ejemplos más rotundos de esta exasperación es, sin duda, Fitzcarraldo, de Werner Herzog, en la que el empeño del personaje del título se traduce en la ambición de su propio director, dispuesto a dar vida a lo imposible con tal de ver realizado su sueño.
Cronológicamente, el último autor que ha visto coronado su propio gran proyecto en el cajón es Robert Eggers. Primero con The Northman y ahora con Nosferatu, el segundo remake del original (que ahora cumple 102 años) de F.W. Murnau, y basado a su vez en el Drácula de Bram Stoker.
La anterior adaptación, fechada en 1979 y con el propio Herzog tras la cámara, logró la ardua tarea de hacer una fábula extremadamente vívida y vital sobre la muerte, un oxímoron intrínseco que hace que todo el proyecto resulte increíblemente fascinante.
Eggers parece apartarse de esta versión desde el principio: el dualismo de amor y muerte se sustituye por una intersección de muerte y sexo. La segunda esfera siempre ha captado el interés de la joven promesa del terror, sobre todo en su represión dictada por el contexto histórico y social. Aquí, de forma aún más descarada, la relación sexual coquetea y coincide con el final de la vida, y el vínculo entre Ellen Hutter y el conde Orlok muestra más que nunca las connotaciones de una relación tóxica, a la que se podrían yuxtaponer muchos de los neologismos despectivos en inglés que pueblan las conversaciones del presente.
Lily-Rose Depp hace un trabajo magistral encarnando el mar de contradicciones que encierra su personaje, una figura femenina de profunda actualidad: una nueva scream queen, cuya exasperación interpretativa se contextualiza en su propio conflicto interior y exterior. Por encima también está Bill Skarsgard, la nueva personificación del vampiro, cuya iconografía Eggers ensucia, jugando quizás en detrimento de la actuación del intérprete, en un equilibrio perpetuamente precario entre lo grotesco y lo ridículo.
Desgraciadamente, no es este ligero cambio de look el inconveniente más importante de la operación, sino su propia naturaleza. Ya con El hombre del norte, la injerencia de una gran compañía como Universal pesó mucho en el resultado final, un híbrido entre la visión casi prístina que surgió en sus primeras obras y una imaginería reciclada de productos audiovisuales recientes más o menos conocidos.
Esta sensación emerge de forma aún más predominante con Nosferatu. Las soluciones visuales y los movimientos de cámara adoptados son eficaces, pero decididamente limitados y repetitivos, y no consiguen resaltar la impronta distintiva del autor, aquí reducido casi a un mero profesional. Desde el punto de vista narrativo, la película adolece también de una evidente intervención externa, tanto en los excesivos acelerones (a pesar de sus 133 minutos de duración) como en una atmósfera épica insertada de forma desordenada.
Uno se pregunta entonces si valía la pena dar vida a una tercera transposición de Nosferatu coherente con los valores poéticos de Eggers, pero tan sosa e inerte visualmente, víctima del peso de la gran producción en la que se encuentra, para ver realizado su propio proyecto pasional.