★★★/★★★★★
En su duodécimo largometraje, Christopher Nolan deja a un lado los bucles y rompecabezas temporales tan característicos de su cine para acercarse por vez primera al género del biopic. Tomando como punto de partida la biografía publicada por Kai Bird y Martin J. Sherwin en el año 2005, el cineasta inglés narra en Oppenheimer la historia del físico estadounidense que, tras dirigir los ensayos nucleares en Estados Unidos que permitieron la fabricación de la bomba atómica (el llamado ‘Proyecto Manhattan’), tomó conciencia de las terribles consecuencias morales de su creación.
Oppenheimer cuenta con un impresionante Cillian Murphy a la cabeza, una fotografía en 70 mm que es pura fisicidad (en este sentido, la película «huele» a cine como lo hacía la última de Tarantino) y una cuestión de fondo que no podría resultar más aterradora: la impetuosa insistencia del ser humano en caminar hacia su propia destrucción. Posee también, en términos de puesta en escena, una brillante secuencia central: la prueba de la bomba. No es la única: Nolan maneja también con inteligencia y sentido de la atmósfera algunos pasajes que tienen lugar en la imaginación del atormentado protagonista.
Sin embargo, y pese a las más que evidentes virtudes de la película, los tics habituales del director terminan por lastrar el conjunto: de la gravedad y grandilocuencia del tono a la simpleza moral del discurso, pasando por el uso y abuso de la música, el desmedido bombardeo de información o la tendencia a complejizar innecesariamente la estructura narrativa. Cuestiones a las que se une la manifiesta incapacidad del cineasta para manejar el ‘tempo’ cinematográfico, imprimiendo el mismo ritmo (nervioso, acelerado, agotador) a cada escena, lo que termina por impedir que sus imágenes adquieran una verdadera carga semántica.
El resultado es una secuencia de montaje de tres horas que se debate (sin decidirse) entre lo cerebral y lo emocional y que, debido al poco espacio que deja al espectador (en términos de silencio, de mirada reposada, de capacidad de análisis) y a su agotadora tendencia al exceso (de verborrea, de personajes, de música, de imágenes), termina por dejar frío.
Lo mejor: Cillian Murphy y la textura visual de la película.
Lo peor: Le habría venido bien un poco de sosiego y una mayor capacidad de síntesis.
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