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En diciembre de 1985, un oso negro de 80 kilos fue encontrado muerto en mitad de un bosque en Georgia, Estados Unidos. En los alrededores, las autoridades hallaron nada más y nada menos que 40 fardos de cocaína desgarrados. La autopsia revelaría que el animal había ingerido toda la droga posible antes de que su corazón dijese “basta”. No tardaría mucho en descubrirse que aquellos alijos no habían llegado al bosque, claro está, por arte de magia: días atrás, un ex-policía y abogado reconvertido en traficante, Andrew Carter Thornton II, sobrevolaba la zona transportando 135 kilos de coca desde Colombia a Estados Unidos. Al saltar del avión, tras ponerlo en piloto automático, con parte de la droga atada a la cintura, su paracaídas no se abrió. El resto es historia.
Casi cuarenta años después, la intérprete y directora Elizabeth Banks (Dando la nota: Aún más alto) estrena en salas Cocaine Bear (2023), una (al menos a priori) jugosa revisitación de los hechos que juega a imaginar qué habría pasado si el «oso vicioso», apodado por la prensa local como Pablo EscoBear, en lugar de caer fulminado víctima de una sobredosis, se hubiese dedicado a sembrar el horror despiezando vivo a todo el mundo. Y ya. Porque esto es lo más interesante (lo único) de la en España titulada Oso Vicioso: el intento de acercarse al acontecimiento real desde los códigos del splatstick (entre el terror gore y la comedia física) para (de nuevo, intentar) convertirlo en un gamberro festín de sangre y vísceras.
El principal problema de la película, y del que se terminan derivando todos los demás, es el poco jugo que su guionista, Jimmy Warden, extrae de los hechos reales. El planteamiento, que podría haber sido un interesante punto de partida para mucho más, termina por quedarse en la pura anécdota, y el resto es relleno: un puñado de personajes planos y subtramas soporíferas.
A la pluralidad excesiva de focos y la ausencia de desarrollo dramático se suman la poco inspirada dirección de Elizabeth Banks (salvando, por salvar algo, la puesta en escena de la divertida secuencia de la ambulancia), el excesivo histrionismo de los intérpretes, los problemas de tono y un digital muy pobre que, por autoconsciente que pueda ser teniendo en cuenta lo desenfadado de la propuesta, acaba por molestar. Una oportunidad desaprovechada.
Lo mejor: La mencionada escena de la ambulancia y el breve papel de Ray Liotta.
Lo peor: La sensación constante de estar ante una idea estirada que se agota demasiado rápido.
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