★★★★/★★★★★
Davide Stanzione
Tras La mano de Dios, su película deliberadamente más personal e intimista, Paolo Sorrentino ha permanecido en Nápoles para un canto a la magnificencia y las contradicciones de su ciudad natal, prolongando el relato, esta vez más onírico e imaginativo que nunca, de sus propios orígenes: Parthenope, en competición en Cannes 77 y creada Piper Film, es de hecho una película -la primera del oscarizado director con una protagonista femenina- encaprichada con el vitalismo y la languidez, en la que el culto a la bella forma es a la vez consuelo y objetivo último de todo impulso estilístico y búsqueda de asombro.
Sorrentino, en Partenope más que en el resto de su filmografía, da la idea de mover su inspiración a partir de una soñadora incapacidad para captar la totalidad de la sustancia. En este caso, esta asunción es declarada, adquirida, tan cristalina como las aguas de Nápoles, que la cámara del director se detiene a menudo a admirar del mismo modo que sus cuerpos estatuarios, en un éxtasis contemplativo que no puede tener fin. Ya no hay, como en La gran belleza, el intento fallido de Jep Gambardella de escribir una novela sobre la nada a la manera de Flaubert, sino la aceptación de la generosidad indómita de la existencia y de la crueldad ineludible de la juventud, que es inútil intentar frenar («Por supuesto que la vida es enorme. En todas partes te pierdes en ella», reza el exergo de Céline, la escritora que también abrió la oscarizada película protagonizada por Toni Servillo).
Parthenope, habitada por un gusto por lo vacuo y efímero que Sorrentino utiliza como lente a través de la cual observar a los seres humanos y sus miserias, compadeciéndolos pero también enamorándose de ellos, es una película con una gracia grácil y ligera, a pesar de contener toda la parafernalia estética y aforística a la que el cineasta siempre nos ha acostumbrado. Parthenope (Celeste Dalla Porta) es una chica de belleza deslumbrante y hechizante, cautivadora y sobrecogedora, y es en torno a ella que Sorrentino construye su habitual cornucopia de imágenes amortiguadas, de personajes y situaciones que son un triunfo de la emoción fugaz, del encanto que llena los ojos un momento y aterroriza y derrite al siguiente, suavizando el drama con una lenta zambullida en el abismo napolitano: Exaltación y disolución coexisten, con ese sentido de absoluto que sólo la edad más dulce de la vida, en su sentido más mítico, puede restaurar.
La Partenope de Sorrentino es un imán: todos la miran, la desean, la anhelan, dentro de una película movida por las coordenadas de la seducción y el dolor, por la certeza de que «es imposible ser feliz en el lugar más bello del mundo». En el viaje por etapas de la protagonista, que parte de su nacimiento en los años 50 y llega hasta el Scudetto de Nápoles, pasando por la epidemia de cólera y las protestas estudiantiles, la Camorra y San Gennaro, son los secundarios, mucho más que las divas sui generis de Luisa Ranieri e Isabella Ferreri, los que marcan su vida: su hermano Armando, el abnegado Sandrino (un Darío Aita escuchando constantemente a la chica de la que siempre ha estado enamorado), el escritor alcohólico y desquiciado John Cheever, interpretado por un conmovedor Gary Oldman, pero sobre todo el profesor Marotta encarnado por Silvio Orlando, que dispensa los aforismos más agudos y sabios, así como los más divertidos e hilarantes, llegando incluso a citar a Billy Wilder.
Si Parthenope, que estudia como antropóloga, como queriendo tomar las riendas de ese conjunto milagroso siempre en la frontera entre lo sagrado y lo profano que es Nápoles, tiene siempre la respuesta preparada, no sabe nada pero le gusta todo (según ella), Sorrentino por su parte sigue mimando y confundiendo lo que él mismo bautiza como «la frontera entre lo irrelevante y lo decisivo», buscando siempre el siguiente golpe de efecto que acecha tras el siguiente plano y el siguiente remate. Esperando a florecer como ese futuro que, le dice Partenope a Sandrino, es «más grande que tú y que yo» y en el que, parafraseando la canción de Cocciante que enmarca una emocionante escena de trío con sabor bertolucano, nunca se sabe a ciencia cierta que todo estaba ya planeado.
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