★★★/★★★★★
Se desprende, de las hechuras de este primer largo de la ecijana Sandra Romero (1993), el nervio arrebatador propio de una mirada joven, con muchas cosas que decir y talento de sobra para ponerlas en imagen. También, como es común en la inmensa mayoría de óperas primas, una cierta cojera que tiene que ver con la recurrencia a determinados lugares comunes, tanto narrativos como formales. Del lado positivo, la sensibilidad y honestidad con que la cineasta se acerca a sus personajes, todos ellos excelentemente interpretados en un ejercicio de naturalismo desbordante, por momentos verdaderamente estremecedor; también su admirable manejo, como directora novel, de la economía expresiva, estando imbuido su relato en todo momento de una plena confianza en el subtexto, las elipsis y los fueras de campo, en los silencios y las miradas que hablan, en los momentos de “calma” y “reposo” que separan una tormenta de la siguiente. Pero, sobre todo, si algo destaca en Por donde pasa el silencio es el compromiso de su autora con aquello que está contando, y su inusitada capacidad para trasladar a la pantalla la problematización de los lazos familiares en un perfecto equilibro entre una radical crudeza y una delicadeza esperanzadora. Hay, sin embargo, una serie de decisiones que terminan por resentir el conjunto. Podrían, todas ellas, concretarse en una sola: ese cierto esquematismo formal que, en muchas secuencias, nos hace tropezar, como espectadores, con la sensación de déjà vu. Y es que los de Romero acaban siendo, en demasiadas ocasiones, los mismos recursos de puesta en escena que una y otra vez (especialmente desde que en 2017 Clara Simón estrenase Verano 1993) vienen articulando, cual manual de instrucciones audiovisual, todo el cine de índole naturalista que es hoy tendencia en España. ¿Y no termina siendo esto, en cierta manera, otra forma de academicismo?
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