Pelayo Sánchez
★★★
A Steven Soderbergh siempre hay que agradecerle, pese a la enorme irregularidad de su filmografía, su gusto por la experimentación con la materia prima del cine. El cineasta, que prácticamente desde sus comienzos viene alternando producciones de bajo presupuesto y fuerte carácter autoral con films pensados para reventar la taquilla (véanse, como ejemplo de esta doble vertiente, Bubble y Ocean’s Eleven, respectivamente), propone en Presence, su nuevo largo, un interesantísimo (por insólito) ejercicio de género: una historia de terror narrada enteramente desde la perspectiva de un fantasma que es, además, una película de escenario único. Así, la cámara (siempre en gran angular) se corresponde, de principio a fin del metraje, con la mirada de un espectro que jamás abandona la casa en la que tiene lugar la historia. Son estas limitaciones del aparato formal que se autoimpone Soderbergh las que convierten su película en un juego tan estimulante, por momentos harto incómodo al enfrentarnos, como espectadores, a algo que tantas veces olvidamos: nuestra condición de voyeurs cada vez que decidimos situarnos ante una pantalla. Sin embargo (y este es el precio que había que pagar), también es precisamente este dispositivo el que, de tan rígido, acaba por restarle interés a un relato que tarda poco más de 10 minutos en perder gran parte de su fuerza en el plano dramático. Con todo, sin duda la experiencia merece la pena.
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