★★½/★★★★★
Del mito vampírico hay mil y una lecturas (y relecturas) cinematográficas. Desde los grandes clásicos de Murnau (1922), Browning (1931), Dreyer (1932) o Fisher (1958) hasta las miradas modernas que arrojaron sobre el príncipe de Valaquia cineastas como Herzog (1979) o Coppola (1992), pasando por parodias como Drácula, un muerto muy contento y feliz (1995), de Brooks, o Un vampiro suelto en Brooklyn (1997), de Craven. En esta última tradición se inserta Renfield, comedia de terror ambientada en el mundo actual que narra la historia del sirviente de Drácula, un “joven” que está harto de ejercer como esclavo del conde y decide romper con todo para tomar las riendas de su vida.
La película, tremendamente irregular, reúne un buen puñado de gags divertidos, tiene una premisa interesante (utilizar el género para articular un relato acerca de la dependencia emocional en las relaciones tóxicas) y cuenta con un excelente Nicolas Cage en el papel de Drácula. Sin embargo, el tercer largo de Chris McKay (Batman: La Lego Película, La guerra del mañana) desprende, del primer al último plano, un inevitable tufo a producto prefabricado.
Tres factores tienen la culpa: lo desequilibrado de su tono (que tan pronto quiere ser grosero como tierno; arremeter contra la corrección política como contentar a todo el mundo); lo atragantado de su montaje (que, de tan espídico e hiperfragmentado, no deja respirar ni por un momento al relato) y lo trillado de sus recursos narrativos (especialmente esa voz en off del protagonista-demiurgo que hace saltar la historia de un tiempo a otro a su entero antojo, y que ya es marca de la casa en comedias hiperviolentas y pretendidamente gamberras como Deadpool o Kick-Ass).
La impresión final es que la materia prima (es decir, el guion de Robert Kirkman, reputado autor de los cómics de The Walking Dead) podría haber dado para mucho más. Porque nada desactiva más el gamberrismo y la irreverencia que una dirección en piloto automático y una estética publicitaria, demostraciones de producción en cadena, planicie artística, y, en resumen, conservadurismo cinematográfico.
Lo mejor: Cage, las escenas de acción y los (escasos) momentos en que, frente al ruido digital, aparecen el maquillaje y la maravillosa caracterización.
Lo peor: El ritmo hiperactivo que ahoga la historia.
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