Por Giorgio Viaro
El gran director español Albert Serra sumerge al espectador en las actuaciones de uno de los toreros más famosos de España, arrojando una mirada cinematográfica sin precedentes a una de las tradiciones más bárbaras de Occidente.
A menudo sucede, en los créditos finales de una película, ver este descargo de responsabilidad: «ningún animal fue maltratado durante la realización de esta película». Una indicación que corresponde a una declaración legal. Desde luego, no verá nada parecido al final de Tardes de Soledad, de Albert Serra, el documental sobre la tauromaquia del gran cineasta español que aterrorizó al público de San Sebastián, obligando a gran parte de los asistentes a abandonar la sala, y a muchos otros a mirar hacia otro lado.
El título es significativo: la mirada de Serra sobre el fenómeno labra un espacio exclusivo para toros y toreros, dejando las migajas al público, que sólo interviene como sonoro contracampo. Es un documento a la altura del ruedo, entre las pezuñas de los animales y el trinquete teatral de Andrés Roca Rey, la verdadera estrella nacional de este espectáculo feroz, protegido por el enclave más conservador del país. Sólo están ellos en escena, el hombre y la «bestia», y no es casualidad que la película centre su atención y su minuto de duración en los últimos minutos de cada corrida, cuando todo se reduce a unos pocos metros cuadrados, en los que el toro sangrante cruza varias veces la tela roja del torero, dando vueltas a su alrededor exhausto y sangrante, rozándole y empujándole, en esa paradójica danza en la que el animal nunca señala al hombre que le mata sino sólo a su sustituto.
Mientras tanto, la película muestra algunas cosas que probablemente no todo el mundo sepa: el toreo no es un «baile» que termina con la muerte súbita del toro, como a veces se describe, es una tortura prolongada durante la cual el toro pasa por sucesivos estados de agonía, confusión y agotamiento, hasta el golpe de gracia. El toro queda exhausto por las primeras carreras y luego es atravesado por una lanza en el lomo. A partir de ese momento, un chorro de sangre se derrama ininterrumpidamente por sus flancos. A continuación se le desgarra con 6 arpones, unidos a bastones emplumados, para que resulte más «coreográfico».
Todo esto lo hace el equipo del torero, sus compañeros en la arena. Sólo después comienza el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con la estrella del espectáculo, los giros interminables, los movimientos, los versos (con los que el hombre sigue provocando al animal), las miradas. Y es siempre en este momento cuando el público se calienta, aplaudiendo cada pirueta y cada esquive. Cuando el torero considera que ha llegado el momento, planta su estilete detrás de la cabeza del toro, asestando lo que debería ser el golpe de gracia (y no siempre lo es). El toro avanza, se desploma y se apaga lentamente. Para acelerar el proceso, a veces se le asesta una nueva puñalada en la cabeza. Finalmente se le cortan las orejas, que el torero levanta al público (ya que no puede levantar al toro) como trofeo.
El hombre que dirige este tormento es aplaudido como un líder. La gente le lanza rosarios y estampitas, le encomienda a Dios, sus compañeros le premian en el trayecto en limusina hasta el hotel con epítetos como «superhombre». La palabra que más se repite es «verdad». El torero, en su actuación, debe efectivamente comunicar «verdad», «pasión», «intensidad».
También está, en la película, el proceso de vestirse: Serra muestra a Andrés con un rosario y medias blancas, y luego con medias rosas con un crucifijo. Le vemos así, semidesnudo y concentrado: parece una drag queen mientras besa la estampa de María y repite la señal de la cruz. A continuación, el asistente le coloca el traje ajustado, repleto de borlas y espejos, los tirantes, la corbata. El sombrero con orejas de Mickey Mouse (la «montera») sólo lo llevará en el estadio.
Pero la mayor parte de la película transcurre en la arena: el espectáculo de sufrimiento y muerte es casi insoportable, y siempre el mismo. Bajo la lluvia, al sol, con toros más agresivos y toros más sumisos. Lanzas, arpones, sangre, ovaciones, agonía, cuchillos, desamor, muerte. Otra vez. Otra vez. En un momento dado, un toro moteado se rebela e intenta alancear a Andrés contra los márgenes de la pista. Le arranca una pernera del pantalón, la sangre le gotea en la frente. Todo sigue como antes, todos están convencidos, aún más que antes, de que una luz divina le protege. A la larga, se convierte en una forma de hipnosis: la pasión de Cristo, la lanza en su costado, el látigo pasan involuntariamente por su cabeza.
Tardes de Soledad no es un documental narrativo, es un cine cuerpo a cuerpo, inmersivo, un asalto sensorial. Una experiencia cinematográfica perfecta e insoportable. No conocemos la vida del torero, no conocemos la vida del toro. No hay pasado, ni futuro, ni contexto. También es una representación drásticamente alternativa a lo que se puede ver en la televisión, en YouTube, incluso en las gradas de los ruedos. Esto hace el toro, esto es el toro. Esto hace el hombre, esto es el Hombre. La muerte en acción.
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