Crítica: ‘The End’ (Festival de San Sebastián)

The End

Por Giorgio Viaro

¿Quién se acuerda de Joshua Oppenheimer? Es documentalista y, en particular, director de The Act of Killing, una de las pocas obras maestras aclamadas del siglo XXI, la película en la que conoce -ahora que la nación es una república democrática- a los hombres que en 1965 llevaron a cabo los asesinatos en masa por encargo de la junta militar, torturando y exterminando por millares a campesinos e intelectuales acusados de comunistas, junto con sus familias. Asesinos despiadados que hoy llevan vidas tranquilas en público, sin renegar de su pasado. Oppenheimer les rodea lentamente y les invita a recrear ese pasado en primera persona, como si quisiera filmar una ficción sobre la historia del país.

La premisa sirve para dar algunas coordenadas a este debut en el cine de ficción, para entender su interés por los reflejos entre la verdad y la simulación, entre nuestros actos y nuestra conciencia. The End se sitúa después del apocalipsis climático, en una especie de búnker de lujo amueblado como un piso, que ha aislado y dado cobijo a la familia de un antiguo magnate del petróleo durante más de dos décadas. El piso incluye una piscina, una biblioteca, una galería de arte e incluso un invernadero, un acuario y una clínica médica.

Todo está situado a cientos de metros bajo tierra, en el interior de una mina de sal: la película no se molesta en detallar cómo funciona la estructura, es decir, cómo ha permanecido activa durante décadas, limitándose a insinuarlo. La cuestión, en definitiva, no es cómo funciona la casa, sino cómo funcionan las personas que viven en ella. Además de la madre (Tilda Swinton), el padre (Micheal Shannon) y el hijo concebido en aislamiento 25 años antes (George McKay), hay un médico, un mayordomo y una misteriosa mujer, que guarda en su mesilla de noche una foto de su hijo prematuramente fallecido.

Conviene añadir en este punto que The End es un musical y que el canto es el único «punto de fuga» de la película, la forma en que los personajes procesan sus emociones y el público la historia. Al principio, los protagonistas cantan su paradójico bienestar, su fe en el futuro, los profundos sentimientos que les unen, y es aquí donde la película enlaza con The Act of Killing, es decir, en la representación de un proceso de eliminación colectiva: el padre niega su responsabilidad en el proceso de degradación del clima, la madre niega haber abandonado a su familia para salvarse a sí misma, el hijo niega su necesidad de ver mundo. Y así sucesivamente.

Sin embargo, en comparación con el documental, está claro que la mudanza concierne a todos, incluidos nosotros que observamos, y que escapar al musical -es decir, al mecanismo del género, a la máquina del espectáculo en general- es la manera más fácil de alejarse de la cuestión que plantea la película y levantar el dedo índice contra alguien. Entonces, al principio del segundo acto, una chica, la primera intrusa en veinte años, rompe el equilibrio y lanza una mirada exterior desestabilizadora sobre la familia, aportando una perspectiva y desencadenando una crisis de conciencia, la reaparición del subconsciente (como hace Oppenheimer con los torturadores en The Act of Killing).

¿Quién acabará por conformar a quién? ¿Los supervivientes de la nueva prosperidad o los privilegiados a la llamada de la responsabilidad colectiva? The End aborda esta elección con mucha astucia, aunque tarde demasiado en llegar a una resolución. Hay mucha música, mucho canto, muchos enredos sentimentales, mucho drama y muchos momentos grotescos: hay mucho de todo, quizá demasiado, y nada revolucionario. La consecuencia es que para disfrutar de la película es imprescindible (y no hay que darlo por hecho) enamorarse de la experiencia estética que te ofrece, permanecer «conectado» todo el tiempo.

Una gran obra, un poco desproporcionada.

 

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