La película de Gia Coppola sale reforzada gracias a la actuación de la ex vigilante de la playa.
Por Irene Crespo
En la primera escena de The Last Showgirl, Shelly (Pamela Anderson), con una gorra de brillantes y muy maquillada, se presenta en un casting, sólo vemos su cara iluminada y escuchamos las preguntas que vienen desde el fondo del teatro. Dice su nombre y miente sobre su edad. “Pero esta sala es muy grande”, se excusa. “La distancia ayuda”.
El tercer largometraje de Gia Coppola entonces vuelve a atrás, a sólo unas semanas antes, cuando Shelly es aún una feliz bailarina en un show, para ella, histórico en el strip de Las Vegas, Le Razzle Dazzle, en el que ella sigue siendo el cartel en una imagen de los 80 o 90 cuando empezó allí como prima ballerina aplaudida por el mundo. Pero ya no es así. Está rodeada por bailarinas mucho más jóvenes que ella (entre las que están Kiernan Shipka y Brenda Song) que la consideran como su madre, y el show casi no tiene público. De hecho, el realizador del teatro (un casi irreconocible Dave Bautista) las avisa de que lo van a cancelar en sólo dos semanas.
El mundo de purpurina, brillantes y plumas de Shelly se rompe en pedazos. Le ha dedicado más de 30 años a ese sueño, a esa idea del éxito, belleza y juventud que se ha negado a ver desaparecer o dejar escapar. Está convencida de que Le Razzle Dazzle no tiene nada que ver con esos otros nuevos shows eróticos que pueblan Las Vegas, aunque ellas también salgan medio desnudas en el suyo, lo considera legendario, protector del legado del cabaret francés. Y por esa convicción, por ese no ver, cegada por el brillo de la purpurina y los focos, pensando que algún día volvería a ser la más bella, vamos descubriendo todo lo que Shelly sacrificó: una hija que tuvo que dar a otra familia y a la que ahora intenta recuperar, un matrimonio, parejas y hasta amistades.
Parece que existe una hermandad sincera entre las bailarinas, pero son demasiado conscientes de su soledad incluso cuando están juntas, saben muy bien que no hay vuelta atrás en esta decisión que han tomado, pero en el caso de Shelly, además, como el de su única buena amiga (Jamie Lee Curtis, en un papel parecido al de la madre de The Bear, al menos en intensidad ebria), ya se ha cansado de pedir perdón. No es egoísmo, es supervivencia y convicción y creencia en ellas mismas a pesar de todo y de todos.
Si es víctima de su situación, sabe que, en parte, la responsabilidad es suya, lo sufre, pero ni quiere ni tiene que justificarse más ante la crueldad de un mundo que sólo valora la juventud y belleza por encima de la experiencia. Y es aquí, en ese intento de abandonar la culpa, donde quizá el filme de Coppola (escrito por Kate Gersten, inspirado precisamente por uno de esos shows míticos de Vegas que desapareció en 2016, Jubilee!) se muestre más interesante en su reflexión en una historia muchas veces vista.
Para Coppola es un filme de confirmación y de madurez, un paso más allá, estilizado, en un filme que envuelve en un velo de ensoñación, de nostalgia, explorando la decadencia de esa ciudad más allá de las luces. Y, sobre todo, es especialmente potente y acertado haber contado con Pamela Anderson para un papel que marcará su carrera para siempre, ojalá por encima de aquellas series que la convirtieron en icono erótico y de belleza. Justo por eso, por todo lo que esta actriz arrastra ahora en ese rostro que ha decidido mostrar siempre al natural, The Last Showgirl gana relevancia e interés. Y ojalá a ella la libere también de todo el injusto peso de la mirada impuesta sobre ella.
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