★★★½/★★★★★
Apasionado por las especies exóticas de animales (y, más en concreto, de insectos), un joven de 30 años que está atravesando un momento vital complicado se lleva un ejemplar único a su casa en el extrarradio de París: una pequeña araña venenosa que, por accidente, logrará escapar, reproduciéndose con suma rapidez y sembrando el pánico en el bloque de viviendas.
Podría acusarse a Vermin, ópera prima del cineasta francés Sébastien Vanicek que acaba de ganar el Gran Premio del Jurado en el Festival de Sitges (ex-aequo con Stopmotion, de Robert Murgan), de una tendencia descarada al capricho y a la resolución fácil. Y es que en su libreto (especialmente en el último tramo) se dan cita infinidad de decisiones cuestionables que ponen constantemente en riesgo la verosimilitud del relato. Sin embargo, estas múltiples incoherencias y agujeros de guión no impiden a la película esquivar con holgura el desastre y terminar erigiéndose como un magnífico survival horror de insectos verdaderamente perturbador.
Porque, pese a cojear en el plano de la escritura, Vanicek demuestra en Vermin (que, en una segunda capa de lectura, funciona como fábula social acerca de la marginación y el abandono de los ghettos en Francia por parte de las instituciones, algo que también retrató recientemente Romain Gavras en Atenea) una admirable capacidad para dotar a su historia de una atmósfera opresiva: la inquietud y el desasosiego que atraviesan su debut en el largometraje son producto de un puntilloso y muy inteligente manejo del fuera de campo y del diseño sonoro (esa inquietante estridulación de las arañas agazapadas en la oscuridad). Imposible no rascarse.
Lo mejor: Su puesta en escena.
Lo peor: Las debilidades de su guion.
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