En su ópera prima, Bodegón con fantasmas, Enrique Buleo relata en imágenes, en clave de humor y en el contexto de la España vaciada, nuestro miedo a la muerte.
Quienes gozamos con el humor negro y la mala leche cañís estamos de enhorabuena. Con Bodegón con fantasmas, el cineasta Enrique Buleo (Villanueva de la Jara, 1979), que debuta aquí en el largometraje tras ocho años de andanzas en el mundo del corto, suma un delicioso nuevo eslabón a esa tradición tan española del esperpento. Un gusto por la deformación grotesca e hiperbólica de una sociedad a la deriva que arranca con Valle-Inclán y sus Luces de bohemia para llegar hasta nuestros días con el trabajo de Juan Cavestany o Chema García Ibarra, pasando por autores como Luis G. Berlanga, Juan Antonio Bardem, Almodóvar o Álex e la Iglesia, entre otros tantos.
En éste, su salto al largo tras Decorosa (2016), El infierno y tal (2019) y Los visitantes (2022), Buleo optó desde el principio por una estructura narrativa que, durante el proceso de financiación de la película, terminaría por traerle unas cuantas dificultades: muchas productoras veían inviable que el metraje estuviese compuesto por varias historias “independientes”. “Yo soy un enamorado de las películas de episodios, pero, sinceramente, no fue algo premeditado que la mía tuviera esta forma”, explica. “Surgió de manera natural: durante el confinamiento escribí varias historias cortas, y pronto me di cuenta de que todas ellas giraban en torno a los mismos temas. Allí estaban siempre lo fantasmal, la soledad, la vergüenza, la búsqueda del amor… Y, en el centro de todas ellas, una necesidad de transgredir la muerte y desdramatizarla. Me pareció que, en su conjunto, formaban un todo realmente unificado. Y así fue como nació Bodegón con fantasmas”.
Al principio, no eran cinco: Buleo planificaba incluir un total de nueve historias cortas en su ópera prima. “En un primer momento, tuve como guía a Rodrigo García, hijo de Gabriel García Márquez; un cineasta que, en mi opinión, domina con maestría la narración episódica de tono intimista”, cuenta el director.
“Yo quería hacer una especie de Nueve vidas (2005), pero en plan rural, tragicómico y muy macabro. De hecho, el título provisional era Sainetes del más allá”. Pero aquel primer planteamiento acabó por derivar primero a siete y, finalmente, a un total de cinco relatos. “Cinco piezas macabras, desbordantes de mala leche, pero narradas siempre desde la ternura y el cariño por los personajes”, asegura.
Y eso que entre sus principales referentes se encuentran los austríacos Ulrich Seidl y Jessica Hausner, cineastas tan brillantes como crueles en su clínica disección del malestar contemporáneo. Dos autores cuyos rasgos estilísticos están muy presentes en la película de Buleo, de composiciones pictóricas e interpretaciones deliberadamente hieráticas.
“Por el lado del entramado visual, hay que tener en cuenta, además, que yo, primero de todo, soy pintor. Me licencié en Bellas Artes y durante mucho tiempo me dediqué a la serigrafía. De ahí viene, pienso, esa impronta pictórica que tiene todo aquello que ruedo, en un intento, además, de regresar al primitivismo cinematográfico, a esa forma de componer la realidad en cámara propia de los primeros cineastas”, revela Buleo. “Después, por el lado de la dirección de actores, me ha interesado siempre mucho la inexpresividad, el puro estoicismo”, añade.
En este sentido, en su ópera prima resuenan los ecos de Aki Kaurismäki o Roy Andersson. No es, sin embargo, el cine su mayor fuente de inspiración: Buleo asegura que sus principales influencias, antes que las películas, son la literatura y el arte visual. “Tres ejemplos claros serían una autora como Patricia Highsmith o fotógrafos como Txema Salvans o Martin Parr, de una ironía finísima”, asegura. Aunque, de mencionar una película, lo tiene claro: “Mamá es boba, de Santiago Lorenzo. Imprescindible e injustamente olvidada.”
Toda esta serie de recursos estéticos y de puesta en escena convierten Bodegón con fantasmas en un artefacto deliciosamente extraño a medio camino entre el naturalismo y el mayor de los artificios. “El objetivo, al final, no era otro que desdramatizar la tragedia”, cuenta el cineasta, quien, en un principio, tuvo miedo de pasarse de crudeza. “Mientras escribía el guion, pensé en varios momentos… que quizá aquello era excesivamente cruel, que habría, seguro, quien me tachase de indolente o desalmado tras ver la película”, reconoce.
“Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Los comentarios que me llegan están haciendo hincapié justo en lo contrario: la gente encuentra la película tierna y delicada, con un punto dulce incluso”.
Fotos: Borja B Hojas-Getty Images
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