★★★/★★★★★
La ópera prima en el largometraje de la cineasta vasca Estíbaliz Urresola (Álava, 1984) narra la historia de Aitor, un niño de ocho años que, sin entender muy bien por qué, no se siente representado por su nombre ni por el papel que el mundo le ha reservado por el hecho de haber nacido hombre. Durante unas vacaciones en la casa familiar junto a su madre, su abuela, su tía y sus dos hermanos, intentará descubrir por fin su verdadero ‘yo’.
El principal fuerte de 20.000 especies de abejas, Biznaga de Oro en el último Festival de Málaga, radica en la decisión de su directora de vertebrar el relato desde dos puntos de vista; un doble foco que sirve a Urresola para no limitarse a narrar el malestar de la niña, sino también la manera en que los ecos de éste resuenan en su entorno familiar (y más allá), tornando inteligentemente lo individual en colectivo, lo personal en político. Una apuesta por dos perspectivas, que, además, dialogan coherentemente en fondo y forma, articulando la cineasta una serie de metáforas y rimas visuales que dan muestra de su sensibilidad cinematográfica.
Por un lado están los ojos de Aitor/Lucía (la excelente Sofía Otero, Mejor Actriz Principal en Berlín), quien, dada su corta edad, redescubre el mundo a cada parpadeo; algo que la cineasta traslada con eficacia al plano visual mediante una cámara que entronca con la mirada inocente del infante, esto es, con los ojos de quien todavía mira y escucha sin comprender del todo lo que sucede a su alrededor (una apuesta estética que nos trae a la memoria el filme Verano 1993). Por el otro está la visión de Ane (la maravillosa Patricia López Arnáiz, Mejor Actriz de Reparto en Málaga), madre de Aitor/Lucía, quien debe hacer frente a una mala racha personal, familiar y matrimonial, estado de crisis que la directora plasma también con acierto en una planificación visual nerviosa y tensa; poderosa puesta en imágenes del estrés que abruma al personaje (y que, en más de un momento, nos lleva a pensar en la Laia Costa de Cinco Lobitos).
Pese a sus buenas decisiones (que no son pocas), lo que sí se le puede reprochar a Urresola es haberse adherido a unos modos cinematográficos muy ‘manoseados’ en el cine español reciente. 20.000 especies de abejas se convierte así en un eslabón más de una larga cadena que, tristemente, corre el riesgo de terminar por tornarse simple moda, tendencia pura: filmes sociales de corte naturalista, contextualizados en entornos rurales de la geografía española, protagonizados por varias generaciones de mujeres, hablados en lenguas vernáculas distintas al castellano y que sitúan en su centro temático algún tema de agenda (la cuestión trans, en este caso). Todos ellos, además, con claras correspondencias en lo que a sus gramáticas audiovisuales se refiere.
Películas que, concebidas individualmente, derrochan virtudes (resulta complicado cuestionar la sabiduría cinematográfica de la que han dado muestra cineastas como Carla Simón, Clara Roquet, Pilar Palomero, Elena López Riera o Alauda Ruiz de Azúa), pero que, en su conjunto, pudieran dar la impresión de estar configurando una suerte de corriente cinematográfica que corre el riesgo de estandarizarse y terminar transformando su tan interesante concepción artesanal del cine en mera producción en cadena, tendenciosa y de corte festivalero. Ojalá salvemos ese peligro.
Lo mejor: Sofía Otero y Patricia López Arnáiz. La escena del rastreo en el bosque. La delicadeza y el respeto que Urresola demuestra por lo que está contando.
Lo peor: Esa incómoda sensación de déjà vu.
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