Crítica de ‘Queer’: Daniel Craig y los fantasmas del deseo

Queer

★★★★

Por Davide Stanzione

Es 1950. William Lee (Daniel Craig) es un expatriado estadounidense de unos 50 años en la Ciudad de México. Pasa sus días casi enteramente solo, salvo por las escasas relaciones con otros miembros de la pequeña comunidad americana. Conocer a Eugene Allerton (Drew Starkey), un joven estudiante que acaba de llegar a la ciudad, le abre por primera vez la posibilidad de establecer finalmente una conexión íntima con alguien.

Hay algo muy misterioso, hipnótico, esquivo, pero también extremadamente personal, en la forma en la que el director Luca Guadagnino (Rivales, Call Me by Your Name) ha descrito el deseo erótico y sus consecuencias a lo largo de su carrera, de las más variadas maneras y en las más diversas películas. Queer es, en este sentido, la aproximación extrema de un cineasta que, gracias a su ya consolidado prestigio internacional, se permite adaptar una novela de un escritor clave de la generación beat como William S. Burroughs, convirtiéndolo en algo sumamente incandescente y personal.

Entre las páginas de un novelista de existencia controvertida, marcada por diversas adicciones, Guadagnino encuentra la inspiración perfecta para ilustrar la condena de la carne y los impulsos de quienes, como Lee, están eternamente castigados a anhelar expresarse y expresar su individualidad a través del desesperado ejercicio de la seducción. En el libro abundan los monólogos interiores que anclan al personaje (magníficamente interpretado por Daniel Craig) a la adicción a otros cuerpos masculinos, que anhela con avidez y codicia, hasta el punto de que frecuentemente se encuentra desnudo y herido en presencia de la condición sonriente, viscosa y vergonzosa del espíritu constantemente sediento de carnalidad.

Los créditos iniciales de Queer están directamente vinculados a Call Me by Your Name, tienen la misma claridad neoclásica al enmarcar el prólogo en una dimensión de dulce mitología de objetos. Guadagnino es evidentemente un cineasta cada vez más orientado hacia un fetichismo ávido y desgarrador (como también nos demostró en Rivales), que encuentra aquí la medida perfecta, abandonándose por completo a una película en la que el horizonte de los acontecimientos está marcado por una fiebre de concupiscencia que ya no se puede posponer, especialmente para un hombre encantador y vigoroso, pero de edad avanzada y debilitado por su adicción a las drogas como Lee.

Guadagnino había soñado con adaptar Queer –escrita entre 1951-1953 pero publicada en 1985–, desde su juventud en Palermo, cuando tuvo la oportunidad de leerla por primera vez a los 17 años. Es una suerte que finalmente lo haya logrado porque el resultado es una película valiente y atrevida, que en la segunda parte se empuja hasta el umbral de lo experimental y lo alucinatorio al contar las experiencias de Lee con las drogas (en particular el yagé chamánico, más conocido como ayahuasca). Y, en general, reconstruye en los estudios Cinecittà una Ciudad de México que es el teatro abstracto y muy concreto de las andanzas de un Daniel Craig obstinadamente adicto al sexo, al tabaquismo y al alcohol.

El protagonista de 007 se entrega a este papel más allá de cualquier generosidad y sacrificio, literalmente se lanza en cuerpo y alma, haciendo casi todo lo que se le puede pedir a un actor de su talla y al mismo tiempo logrando desaparecer detrás del misterio y el dolor de este personaje de piel áspera, parecida a una armadura, pero muchas veces frágil e indefenso ante el rechazo y la incertidumbre ligados a su propia virilidad cada vez más inestable y precaria.

La película de Guadagnino es inmanente en todos los aspectos, pero también se abre a la naturaleza irreductible de lo que hace que los seres humanos sean criaturas eternamente descarriadas e insatisfechas, errantes y vagabundas, en la búsqueda insatisfactoria de alguna forma de sublimación. Lo que sorprende una vez más es la banda sonora, que se permite florituras y anacronismos, fusionando All Apologies y Come as You Are, de Nirvana, Verdena y la redescubierta aportación de los ahora confiados Trent Reznor y Atticus Ross, pero todos los apartados técnicos brillan en su máximo esplendor.

Queer se interroga, en definitiva, sobre los fantasmas del deseo, sobre el componente inquietante y esquivo de lo que viaja misteriosamente entre la mente, el corazón y los genitales sin encontrar descanso. Lo hace sin miedo a romper la concreción de las imágenes y de los actores que las habitan, de recurrir a manos que tocan, acarician y sueñan, trazando trayectorias corporales y otras mucho más oníricas, a disoluciones cruzadas, incluso a cuerpos que se convierten en auténticas emanaciones fantasmales que se funden entre sí, con la misma refinada naturalidad con la que los abrazos y las vistas del paisaje coinciden con el esperma, el sudor y las lágrimas.

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