★★★★/★★★★★
Ansa es soltera y vive en Helsinki. Trabaja con un contrato de cero horas en un supermercado, abasteciendo los estantes; luego clasifica el plástico reciclable. Una noche se encuentra accidentalmente con el igualmente solitario trabajador Holappa, un alcohólico. Contra todo pronóstico y malentendidos, intentan construir una relación. Como resultado, Holappa logra controlar su adicción al alcohol.
Deslumbra, en Fallen Leaves, la manera en que Aki Kaurismäki perfila su poética reduciéndola a lo esencial. Y es que, en su “madurez” como cineasta, el finlandés huye de lo que habitualmente entendemos como tal: no hay aquí una complejización de su estilema, ni un intento de reinventarse a sí mismo como autor llevando fondo y forma al paroxismo. Al contrario: Kaurismäki logra en Fallen Leaves una de sus obras más redondas precisamente al liberarla de todo corsé y huir de toda trampa, apostando por la narración más pulcra, desnuda y cristalina que sea posible imaginar.
En las imágenes de Kaurismäki continúa, claro está, resonando el pensamiento fílmico de Robert Bresson; aquellas ideas que el director de Pickpocket puso por escrito en sus Notas sobre el cinematógrafo. La apuesta por una economía narrativa decididamente austera; la reducción al mínimo de la expresividad de los intérpretes –los ‘modelos’, que diría el francés–; la dilatación de los tempos, reforzada con el perfecto contrapunto de un montaje radicalmente elíptico –“no corras tras la poesía, ella solo penetra por las junturas”, en palabras de Bresson–; la utilización de colores primarios y el uso irreal de la iluminación; la concepción de las imágenes –planos fijos en su mayoría, cercenadores del espacio en retazos a la manera de las piezas de un puzzle– como partes de un todo que únicamente mediante su ligazón sintáctica adquieren verdadero poder y valor.
Si Fallen Leaves es una de las más grandes películas de este año es porque, desde la más absoluta honestidad -no solo de su fondo, sino también (y especialmente) de su forma-, pelea a la contra de su tiempo: en un mundo deshumanizado y profundamente enfermo, asolado por la guerra y narcotizado por la búsqueda de constantes -y falsamente nuevos- estímulos, Kaurismäki arremete contra la frivolidad apostando por un lirismo auténtico, contenido, alejado de la prefabricación y la lágrima fácil. El resultado es una hermosa obra de arte.
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