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En una de las primeras secuencias de Strange Darling, víctima y verdugo, recostados en los asientos delanteros de un coche, flirtean en el aparcamiento del motel hasta el que han conducido con el fin de culminar su primera cita. “Si quieres, podemos darnos los números de teléfono”, propone el joven. “¿En serio quieres intercambiar dígitos? Eso ya no se lleva. Ahora hay que darse el Insta”, contesta ella, jocosa. Él lo reconoce, entre risas: “Creo que me estoy haciendo viejo”. En tiempos (como los que corren) de imágenes fugaces, en los que tantas veces las películas están sobrecargadas de planos irrelevantes que son, en realidad, puro relleno (cojera narrativa surgida a raíz de las evidentes facilidades que permite la filmación en digital frente al rodaje en analógico), este thriller de asesinos en serie funciona como un muy estimulante canto a las formas de hacer cine de otro tiempo.
Una manera de filmar, la del cineasta J. T. Mollner, que, al igual que ese joven sin cuenta en TikTok que continúa pensando en dígitos, sin duda (y por desgracia) ha envejecido: el director, que utiliza el fotoquímico (un 35mm con lentes anamórficas que es pura fisicidad) con suma pertinencia y sabiduría cinematográfica, homenajea en este, su segundo largo, a maestros del cine de género moderno como Carpenter o De Palma, que ponían el horror en pantalla con las imágenes justas y necesarias, utilizando siempre de forma expresiva las herramientas que ponía a su alcance el lenguaje cinematográfico.
Precisamente en De Palma y en su maestro, Alfred Hitchcock, grandes ensayistas acerca de la naturaleza ilusoria del cine, nos hace pensar esta película (plano con “split focus” incluido), un magistral ejemplo de cómo manejar el suspense (que no la intriga) en un relato cinematográfico. Zarandeando al público una y mil veces en sus múltiples idas y venidas, y buscando quebrar una y mil veces más su horizonte de expectativas (aunque siempre desde una distancia irónica y, por tanto, de una forma más que bienvenida), Strange Darling juega magistralmente con la dosificación de información, el punto de vista, el proceso de identificación del espectador con los personajes y, especialmente, con la estructura narrativa.
Y es que del desorden de ese puzzle que es Strange Darling se sirve su guionista y director para deconstruir los códigos del relato canónico de asesinos en serie y así, ya de paso, invitarnos a tomar conciencia del sesgo y la manipulación que inevitablemente conlleva la elaboración de cualquier relato (cinematográfico, sí, pero también de los que surgen del mundo hiperconectado de las fake news en el que nos ha tocado vivir, donde basta con trocear una historia y cambiar de orden u ocultar determinadas piezas para modificar por completo su sentido).
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