Alberto Gracia define su última película, La parra, como realismo sucio; una historia que arrancó en un hecho muy personal: la muerte de su padre y su regreso al pueblo.
Por Pelayo Sánchez
¿Cuál es el germen de La parra?
Un hecho autobiográfico tan concreto como la muerte de mi padre. Cuando sucede, siento cómo se rompe mi nexo con mi propio relato: empiezo a preguntarme quién soy y de dónde vengo.
¿En qué momento concibes que ese acontecimiento puede convertirse en una película?
Cuando pierdo a mi padre, sufro una crisis bastante importante, regreso a mi pueblo y me doy cuenta de que el propio pueblo tiene, en cierto sentido, el mismo problema que yo. Y ahí arranca la historia.
¿Cuál dirías que es el tema de la película?
El mismo que en mis anteriores proyectos (La estrella errante, Histeria de Cataluña, Tengan cuidado ahí fuera): la cuestión de las subjetividades quebradas.
¿En qué sentido?
Considero que es uno de los grandes males de hoy: debido a la realidad tan fragmentada en la que vivimos, somos incapaces de contarnos.
En relación con esto, la cuestión del doppelganger es central en la película.
Es una idea romántica de la que, pienso, bebe mucho el cine: el doble es la gran génesis de la imagen, la cual posee un carácter espectral. Al final, nosotros, como espectadores, vamos al cine para ser otro.
También está presente la imposibilidad para imaginar un futuro.
Sí. Es otro de los grandes problemas actuales: todo es tan precario que no hay posibilidad de vernos proyectados hacia adelante. Estamos a merced del accidente, de la catástrofe.
Y también está Kafka.
Sí. Eso es mi película: un personaje que debe ir enfrentando una serie de pruebas muy burocráticas para intentar escapar de un lugar del que, en realidad, no hay salida.
Sería difícil definir La parra en términos de género.
Hay trozos de noir, trozos de thriller, trozos de película de miedo; también algo muy cómico, tipo Mortadelo… Me dejé llevar por todas las imágenes que forman parte de mí.
La película me lleva a pensar en David Lynch y en Pedro Costa. ¿Influencias?
Citaría dos películas: En la ciudad blanca (Alain Tanner, 1983) y Elephant (Alan Clarke, 1989). Y al maestro John Carpenter.
Uno de los aspectos más interesantes es la fusión entre costumbrismo y neo-noir.
Mucha gente dice que mi película es surrealista, pero no estoy de acuerdo. Considero que es realismo sucio, en la línea de Carver.
En un momento en el que impera el naturalismo, tu película opta por acercarse a la realidad desde otros lugares.
Sí. El naturalismo me parece una aproximación bastante ingenua a la realidad, que es mucho más compleja hoy que en cualquier otro momento de la Historia.
¿Quizá otras vías son más certeras a la hora de representar el mundo?
No podemos ser tan vanidosos de pensar que lo que enfocamos en la vida real es obra nuestra: estamos absolutamente imbuidos de imágenes. Imágenes generadas por nosotros.
La realidad la hacemos nosotros, pero también la propia imagen: los mass media, la televisión o, por ejemplo, el archivo, que impide la existencia de un pasado y un futuro, convirtiéndolo todo en presente.
Quizá hay ciertos lugares a los que las herramientas del documental no alcancen a llegar. Acercándote a un hecho de forma documental corres el riesgo de quedarte en el mero registro. Pero detrás siempre hay mucho más: estamos rodeados de fantasmas.
¿Y el cine puede ayudarnos a atisbarlos?
Yo pienso que el cine es un gran espejo para intentar acercarnos a la realidad de la forma más libre posible. Y es lo que intento hacer.
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